"El Coronavirus ha arrodillado a los poderosos y ha detenido al mundo como nada más podría hacerlo. Nuestras mentes aún corren de un lado a otro anhelando el retorno a la 'normalidad', tratando de unir nuestro futuro a nuestro pasado y negándose a reconocer la ruptura. Pero la ruptura existe." Así avizoraba la escritora Arundhati Roy a la pandemia en un artículo del Financial Times el 3 de abril, hace casi dos meses. Señalaba que "las pandemias históricamente han obligado a los humanos a romper con el pasado y a imaginar su mundo de nuevo".
Con la crisis sanitaria en auge resulta difícil visualizar esa tierra prometida que denominan "la nueva normalidad". La mayoría de los mexicanos ve nubarrones por delante. No hay claridad. Según las encuestas, nuestra sociedad, generalmente alegre y optimista, está con el ánimo decaído. Uno de los rasgos culturales de los mexicanos es mostrarnos felices ante el mundo y ante nosotros mismos, a pesar de las adversidades. La novedad no es que nuestro sentido de felicidad esté mermado, sino que lo admitamos.
Así con el ánimo decaído, los mexicanos comenzamos a imaginar un mundo nuevo. Es posible que cambiemos de opinión, pero, por lo pronto, no se espera una vuelta atrás. En la más reciente encuesta nacional de El Financiero, sólo 10 por ciento de entrevistados cree que las cosas serán igual que antes del coronavirus; el 42 por ciento cree que serán un poco diferentes y el 48 por ciento que serán muy diferentes. En total, 9 de cada 10 mexicanos advierten una "normalidad" distinta.
Y el pesimismo se impone. En la encuesta, el 9 por ciento cree que la vida después del coronavirus será mejor que antes, el 33 por ciento cree que será igual y el 55 por ciento que será peor. Con esta actitud negativa, la sociedad mexicana está irreconocible. Muchas veces estamos mal, pero de buenas; ahora estamos mal y de malas.
Eso tiene implicaciones de gobierno. El presidente López Obrador conoce muy bien al pueblo mexicano, y está listo para salir a tomarle el pulso, como suele hacerlo, de frente y de cerca. Más allá de si es buena o mala decisión reanudar sus giras pronto, será interesante ver cómo encuentra el Presidente a su pueblo y qué propone para recetarle.
La novela de Arundhati Roy, El ministerio de la felicidad suprema (2017), comienza con un médico en Delhi que recetaba poemas a sus pacientes, porque creía que la poesía podía curar cualquier enfermedad. Pero a uno de sus propios hijos no puede recetarle ni poema ni nada, porque su condición le resulta incomprensible. En consecuencia, se da una ruptura ante un mundo nuevo, inesperado, desconocido.
El presidente López Obrador no receta poemas, por supuesto, pero su popularidad se debe, en gran medida, a que ha sabido animar a la gente, ha sabido, hasta ahora, levantarle la moral al pueblo; ha sabido cómo inculcar esperanza, si no a todos, a la mayoría. Ante la pandemia, eso puede cambiar, y no por el presidente, quien sigue mostrando ánimo ante su proyecto transformador, sino por el pueblo, que está pasando por una ruptura consigo mismo dadas las circunstancias.
El presidente ha querido fortalecer nuestra moral, pero, como nos recuerda Arundhati en su pieza del FT, el virus no tiene moralidad. Muchos pueden apreciarle el ánimo y la motivación al presidente cuando dice que se domó la epidemia o que ya estamos saliendo de ella, pero los hechos dicen otra cosa. El problema es hoy mucho más grande que la retórica. Los mexicanos miran cómo crece el número de infectados y de muertos, y cómo vamos escalando en la tabla, en esa que hubiéramos preferido no estar entre los primeros lugares del mundo, pero en la que cada día subimos, irremediablemente, algún escalafón.
Imaginar un mundo nuevo, concluye Arundhati en su pieza del FT, implica elegir qué traer con nosotros del viejo (acaso, incluidos nuestros prejuicios), o decidir pasar ligeros, con poco equipaje, abiertos a vivir en un mundo diferente. La decisión queda ahí para nuestra sociedad y para nuestro gobierno.