Andrés Manuel López Obrador tiene razón. Es un presidente muy criticado y se puede argumentar que es quien más lo ha sido durante sus primeros 10 meses de gobierno en la historia moderna del país.
Se explica por la velocidad con la que está haciendo cambios, que genera resistencias de grupos de poder internos y externos, y que en los medios produce análisis y señalamientos no del porqué de los cambios, donde hay enorme respaldo, sino por el cómo los está realizando, violentando leyes, aplastando instituciones y desarrollando proyectos que no se ve que tengan destino.
La crítica ayuda a los gobiernos a mejorar sus propuestas. En su caso, la crítica lo quiere derrocar. Es absurdo, pero su exigencia irreductible de subordinación absoluta, tampoco tiene registro en la memoria moderna. Sus controversias las apoya en actos de fe; la crítica pide razones.
La intransigencia a dialogar con quien está en desacuerdo con sus ideas, también ha hecho estragos en el proceso de toma de decisiones. En las reuniones diarias previas a las mañaneras, entre los miembros del gabinete legal, el gabinete legal ampliado, directores de área y hasta invitados que acuden a ellas, hay quienes ya optaron por callar ante la descalificación que ha hecho el Presidente de quienes discrepan.
Su personalidad aplasta y resulta contraproducente que lo contradigan. Para tratar de persuadirlo a que cambie una política que fallará, o que acepte una propuesta que no está en su cabeza, hay que decírselo de manera repetida por días con diferentes palabras. El autoritarismo que enseña afuera es similar dentro de Palacio Nacional, y se nota. El 65% de inversionistas consultados recientemente por el Bank of America, dijeron que el principal riesgo que ven en México es la forma como toma decisiones el gobierno.
Hoy deben estar más preocupados, tras la forma ciclónica como cerró la semana el presidente López Obrador. El jueves se peleó con la prensa en su conferencia matutina, los llamó –nos llamó perros a todos, aunque el viernes matizó– e hizo una analogía que sugería que los medios fueron quienes encabezaron el golpe de Estado contra Francisco I. Madero. La comparación es falsa y tramposa. El golpe de Estado contra Madero se fraguó y financió en las oficinas de Henry Lane Wilson, embajador de Estados Unidos en México.
El viernes volvió al ataque, y reaccionó con descalificaciones de un sector del Ejército representado por el exsubsecretario de la Defensa, el general Carlos Demetrio Gaytán Ochoa, quien, en un discurso frente a la cúpula militar, afirmó: “La sociedad está polarizada políticamente porque la ideología dominante, que no mayoritaria, se basa en corrientes pretendidamente de izquierda”.
Las palabras de López Obrador hieren al Ejército en una semana donde los llevó al patíbulo, al orillarlos a asumir la responsabilidad única del culiacanazo, quitando presión pública al secretario de Seguridad, Alfonso Durazo.
Según el presidente, las palabras del general sobre la inconformidad del Ejército obedecieron a su rechazo a su estrategia de seguridad, porque como subsecretario en el gobierno de Felipe Calderón “se aplicó una política de represión y exterminio”, que él no va a llevar a cabo.
El combate a criminales no es represión, sino aplicación de la ley; el exterminio es un delito de lesa humanidad (si tiene pruebas, debe proceder penalmente contra quienes lo realizaron). El presidente no sólo confunde conceptos –y esconde su laxitud en el combate a delincuentes–, sino que la falta de filtros en su discurso lastima a las Fuerzas Armadas. Quienes hoy lo rodean en el Ejército y la Marina también participaron en aquella estrategia. Se puede criticar a Calderón por la forma como lo hizo, pero las Fuerzas Armadas, entonces como hoy, fueron institucionales.
Los medios, a quienes acusa de silencio cómplice, denunciaron también los excesos de aquella política y documentaron ejecuciones extrajudiciales. El presidente miente cuando niega esa realidad, y los archivos están para desmentir sus dichos.
La escalada no cesó. En la suma de esos dos días, al tercero, en su cuenta de Twitter, López Obrador escribió dos mensajes inquietantes. Uno decía que “los conservadores pudieron cometer la felonía de derrocar y asesinar a Madero”, porque no tuvo o las condiciones le impidieron tener una base social. Pero “ahora es distinto… la transformación que encabezo cuenta con el respaldo de una mayoría libre y consciente, justa y amante de la legalidad y la paz, que no permitiría otro golpe de Estado en nuestro país”. En el otro, precisó: “Aquí no hay la más mínima oportunidad para los Huertas, los Francos, los Hitler o los Pinochet. El México de hoy no es tierra fértil para el genocidio ni para canallas que lo imploren”.
El presidente se quiere victimizar y, a partir de esa postura, identificar al enemigo interno –sus críticos–, recuperar el consenso para gobernar –incluido el apoyo a no combatir a los cárteles de la droga y avalar las violaciones a la ley que de ahí emanan–, debilitado por el culiacanazo, y justificar actos de represión. Pero no hay condiciones objetivas mínimas –ni las habrá– para un golpe de Estado.
El país no está quebrado, el Ejército no está dividido, el sector empresarial no está financiando a militares para que lo derroquen, ni hay insurrectos en el país. Tampoco hay una conspiración avalada por el gobierno de Estados Unidos. Lo que sí hay es un esbozo de lo que quisiera hacer. Al recomendar la fábula de las ranas de Esopo, que le piden a Zeus un rey por tanta anarquía y desorden, pero como no les gustó, le pidieron otro. Al que les mandó fue “una activa serpiente de agua que, una a una, las atrapó y devoró a todas sin compasión”.