El tercer aniversario del culiacanazo, el episodio donde el crimen organizado doblegó al Estado mexicano, pudo haber pasado relativamente desapercibido, pero el presidente Andrés Manuel López Obrador no pudo contenerse y ayer habló de las obras públicas que se han hecho en Badiraguato, el municipio en la sierra donde nacieron Joaquín el Chapo Guzmán; Ismael el Mayo Zambada, jefe del Cártel de Sinaloa, y Rafael Caro Quintero, uno de los fundadores del Cártel de Guadalajara. No había necesidad de ello, pero ya que el Presidente no es tonto, uno puede pensar que lo que hizo fue burlarse de todos, como suele hacerlo.
Pero más allá de sus motivaciones, el culiacanazo será uno de los momentos que definirá el sexenio de López Obrador y lo marcará para toda la vida. Quizás esto no lo crea, pero así será. Demostró la ineficiencia de las Fuerzas Armadas, la incompetencia de la Secretaría de Seguridad Pública y, sobre todo, fue el momento donde el Presidente se arrodilló ante el Cártel de Sinaloa, con lo que se socializó una actitud que sembró la eterna sospecha de su complicidad con la organización. López Obrador siempre lo ha negado, pero su inclinación por los sinaloenses ha sido evidente.
Lo trata con un respeto que no le depara a nadie, y en su momento puso a trabajar a su gabinete para que explorara las vías para que el Chapo Guzmán pudiera terminar su condena en México. El Cártel de Sinaloa está exento de cualquier ofensiva federal, y sus líderes y estructura están intactos. En Badiraguato, presumió, está construyendo carreteras que cruzan la sierra, lo que, si uno conoce la región, podría interpretar que se están abriendo mejores vías para que el cártel envíe eficientemente fentanilo y otras drogas al mercado estadounidense. Y no sólo eso. El único proyecto hidráulico serio del sexenio está en Sinaloa.
El culiacanazo sorprendió a muchos por la forma como las milicias del Cártel de Sinaloa doblaron a las Fuerzas Armadas para que liberaran a Ovidio Guzmán López, hijo del Chapo. Visto en retrospectiva, hace tres años se dio un choque en el gobierno, entre quienes querían detenerlo, atendiendo una solicitud de extradición de Estados Unidos, y quienes buscaron sabotear el acto. La Fiscalía General está investigando quién saboteó la operación, pero son públicos los autores: la Secretaría de la Defensa Nacional y la Guardia Nacional, por la planeación del operativo, y el Presidente por cancelarlo, sin reanudarlo hasta la fecha.
La planeación revela mucho de lo que sucedió ese día. Contra todo el conocimiento, no se hizo de madrugada, cuando las defensas bajan, sino al mediodía, con todo el movimiento en una zona de alta vialidad. Tampoco se estableció un perímetro de seguridad para frenar un esperado intento de rescate, y se colocaron retenes tan vulnerables que, cuando llegaron los criminales, los saludaron y dejaron pasar. No hubo un plan de extracción, requisito indispensable en ese tipo de operaciones, para sacar rápidamente a Guzmán López del lugar donde estaba detenido y sacarlo de Culiacán.
El comando que lo detuvo pertenecía a las unidades especiales de la Policía Federal, que lo capturó rápido y sin un balazo. Estuvieron en la sala de su casa con el joven sentado, sin recibir ninguna instrucción. Quienes intervinieron en su detención no la consumaron porque nunca salió de su casa, limitándose a aplicar meramente la doctrina de abrazos, no balazos, para que “persuadiera” –verbo utilizado por el general Sandoval– a sus hermanos, principalmente a Iván Archivaldo, a que dejaran de atacar a los militares y que permitieran la detención. Sus hermanos no le hicieron caso y duplicaron las amenazas. El comando que lo había capturado pidió refuerzos para sacarlo de ahí, pero nunca llegaron. La solicitud del helicóptero Blackhawk para extraerlo, tampoco. La única orden que recibieron fue que lo dejaran en libertad.
La línea de tiempo que dio a conocer el secretario de la Defensa, general Luis Cresencio Sandoval, el 18 de octubre de hace tres años, no refleja una “acción precipitada”, como dijo el gabinete la víspera, sino la incompetencia de quien diseñó la operación y la falta de conocimiento de campo y de información de quienes la aprobaron. El arquitecto del culiacanazo, el general Luis Rodríguez Bucio, jefe de la Guardia Nacional, bajo las órdenes formales del exsecretario de Seguridad Alfonso Durazo, aunque en realidad al mando del general Sandoval, no apareció en la conferencia de prensa donde se reconstruyó la ruta de la derrota de las instituciones.
La descripción de cómo sucedieron los eventos ese día es la radiografía de un gobierno incapaz, estratégica, táctica y operativamente, y que ante el chantaje de criminales de enfrentarlos militarmente, aceptaron sus condiciones. Durazo justificó que no usaron la capacidad de fuego porque habría significado iniciar una lucha armada y pérdida de muchas vidas. Días después, el Presidente esgrimió el mismo argumento, para explicar la liberación de Guzmán López. Era un pretexto válido, pero lo que fue inconcebible es que se olvidaran de él. No había ninguna acusación contra él, explicó Durazo, y sencillamente dejaron que se internara en la sierra y continuara sus actividades criminales.
La Fiscalía General determinará, aunque lo mantenga en secreto, si el actuar de los militares respondió a una colusión con el Cártel de Sinaloa, pero la planeación del operativo no deja dudas de que, por omisión o comisión, saboteó la misión. El Presidente está en un peor casillero, porque al haber reconocido varias veces en público que él ordenó la liberación de Guzmán López, admitió varios delitos de él y su gabinete, al haber mentido, ser omisos y confirmar que incumplieron con sus responsabilidades. La operación pudo haber continuado, afuera de Culiacán, pero, al suspenderla, el Presidente saboteó un final exitoso.
Si López Obrador cree que todo esto se olvidará y quedarán impunes las violaciones a la ley en el culiacanazo, se equivoca. Es probable que se proceda judicialmente contra los involucrados, aunque el Presidente siga riéndose de todos, por ahora.