Qué sucedió realmente con el presidente Andrés Manuel López Obrador la última semana de abril? Hasta ahora no se sabe con toda precisión. Pero lo que sí vimos es que después de más de 72 horas de que prácticamente nadie sabía qué sucedía con su salud, regresó con una ira revigorizada y una prisa por hacer las cosas rápido, sin importar a quién atropellaba en el camino. Desde la tarde del 29 de abril, López Obrador sacó su Barret para disparar acusaciones, difamaciones y groserías contra quien se le pusiera enfrente. La muina va en aumento y su techo se sigue calentando porque las cosas no salen a su gusto por culpa de él, de nadie más, consecuencia de sus acciones verticales aunque anárquicas, de su actitud necia y terca y su proverbial incapacidad para la autocrítica.
Ayer disparó fuego retórico y amenazas contra la Suprema Corte de Justicia, en algo totalmente previsible, dado que, la víspera, por una mayoría de nueve a dos, declararon inválido el decreto de la primera parte del plan B de su reforma electoral, por violaciones a los procedimientos legislativos. En la mañanera utilizó casi una tercera parte de su talk show diario para lanzar 2 mil 86 palabras de odio y proferir 16 insultos directos, incluidos los que hizo contra dos ministros de la Corte, Alberto Pérez Dayán, ponente del dictamen, y Javier Laynez, quien será el ponente del dictamen sobre la segunda parte del plan B. También mordió con rabia a un exministro, a uno de los grandes abogados constitucionalistas y repartió topes para muchos otros abogados.
Desde la impunidad de la tribuna de Palacio Nacional, López Obrador dijo que el Poder Judicial está podrido y atrofiado, que actúa de manera facciosa, con prepotencia y autoritarismo. Son retrógradas y forman parte del supremo poder conservador, que están al servicio de una minoría rapaz y sirven a ese bloque conservador que es el equivalente a una pandilla de rufianes.
Es irrelevante señalar sus gazapos y galimatías, sus contradicciones (como estar atrofiado y podrido al mismo tiempo), su descripción de faccioso cuando es su sello personal, como impuso a su bancada en Morena, que provocó la invalidez del plan B, o los calificativos de prepotente (¿se habrá visto en un espejo en el Salón de la Tesorería?) y autoritario (¿se escuchará todas las mañanas?). Les dijo retrógradas quien está llevando a México a los 70, y que sueña con la época precolombina, y de estar al servicio de una minoría rapaz que equiparó con una pandilla de rufianes, precisamente en días donde ha abundado la información sobre los negocios rapaces de los amigos de sus hijos, y mantiene la protección de sus cercanos que han cometido monumentales actos de corrupción, como en Segalmex, la más grande en la memoria de los sexenios.
Es irrelevante porque López Obrador no tiene la capacidad para ver objetivamente las cosas y hacer una autocrítica. Por ejemplo, que explicara, cuando menos a sí mismo, por qué si juró defender y respetar la Constitución cuando asumió la primera magistratura, es ahora un violador patológico de la Constitución que aún no sufre las consecuencias. Empero, presume todo el tiempo de ser un demócrata, cuando es el Presidente más autoritario que hemos tenido en dos generaciones. Lo empapa la paranoia, y ve enemigos que buscan descarrillar su proyecto en cada árbol del paisaje nacional, sin ver que su cuatroté es un proyecto constreñido a la construcción de cuatro megaobras hechas a contentillo.
Ha dicho que el principal objetivo de su proyecto es cambiar la cultura, y usos y costumbres como la corrupción, pero no sólo es una falacia, sino que el desenfreno ha sido nota dominante en su gobierno. Prometió el final de los privilegios y las complicidades, pero tampoco es verdad. Hace unos días el semanario británico The Economist publicó su Índice de Capitalismo de los Amigos y reveló en un estudio de 43 países que creció durante la última década. En el caso de México, hace 10 años, durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, este país ocupaba el lugar siete de entre 23 naciones revisadas en función de su PIB y por número de multimillonarios; hoy, México ocupa el quinto lugar entre 43 países. El capitalismo de los compinches es lo que está sucediendo con los amigos de sus hijos, o con los multinegocios entregados a la Secretaría de la Defensa Nacional.
López Obrador tiene muchas fijaciones. Ayer llamó “su Alteza Serenísima”, como se proclamó Antonio López de Santa Anna –que entregó 50% del territorio nacional a Estados Unidos– para perpetuarse en el poder, a los ministros Pérez Dayán y Laynez –a quien le había dicho lo mismo a finales de marzo–, quienes, en los hechos, han actuado en la Corte de acuerdo con la ley para impedir que sea el Presidente quien, aunque no esté sentado en la silla presidencial, se perpetúe en el poder mediante acciones extraconstitucionales que mantendrán como rehén a quien lo suceda.
López Obrador está enojado y lleno de un odio galopante. El método que emplea para sacar sus frustraciones porque las cosas no salen ni como las desea, ni en los tiempos que quiere, es insultar para descalificar. El Presidente está sumamente irascible porque las cosas se frenan cuando llegan a tribunales, resultado de las controversias constitucionales que se presentan por haber actuado fuera de la ley. Qué puede esperar cuando en lugar de actuar dentro del marco legal, quiere hacer las cosas por sus pistolas y torcer el Estado de derecho. Hasta ahora no ha podido.
Lamentablemente para López Obrador, existe un marco legal y una Constitución que debe respetar. Cuando no lo hace, que es cotidianamente, se topa con muros jurídicos que frenan sus actos barbáricos, y como es incapaz de corregir o realizar una autocrítica, siempre busca al enemigo externo para descargar en él sus frustraciones. Como ayer, contra la Corte, a la que ya amenazó que va por ella el próximo año.