Las ganas, sin escuchar razones, dominan las acciones de Andrés Manuel López Obrador.
Generalmente, sobre todo en acciones fundamentales, como fue la sugerencia de sus asesores de no realizar el plantón en Paseo de la Reforma en protesta por el resultado de la elección que le dio a Felipe Calderón la Presidencia, por el costo que entrañaría.
Como lo advirtieron, aquella protesta que trastocó la actividad económica en la Ciudad de México, se le sigue recordando de manera negativa. Este tipo de exabruptos políticos no los ha corregido.
El gabinete que presentó en el arranque de la precampaña presidencial con el cual gobernaría en caso de llegar a Los Pinos en 2018, es otro de esos ejemplos señeros. Los nombres de su equipo fueron recibidos con respeto, pero valorado en términos generales como un gabinete de segunda división.
La culpa no es de ellos, sino de la necedad de López Obrador por hacer el anuncio el 14 de diciembre, sin quererlo aplazar un día más, y por haber dejado sin explicación cuáles fueron los motivos detrás de algunos de los nombramientos.
Tal es el caso de Olga Cordero, a quien llevaría como secretaria de Gobernación, que fue un nombramiento que no se entendió por la nula experiencia de la abogada que, antes de ser ministra de la Suprema Corte de Justicia que construyó el expresidente Ernesto Zedillo en 1995, era notaria.
La señora Cordero no está por su experiencia, sino que es el guiño más grande que le ha hecho el puntero en las preferencias electorales, al empresariado. Cordero es la gran pieza de los empresarios en el gabinete de López Obrador, un enlace que les daría confianza y certidumbre de que en caso de llegar a la Presidencia, no habría una cacería de brujas contra ellos.
De cualquier manera, la señora Cordero no le da mayor lustre que el efímero impulso que le dará el nombramiento. Otros de mucho mayor envergadura, que habrían provocado en muchos la reflexión de que López Obrador es muy diferente en términos de aplomo y visión que el de 2006 y 2012, los echó a perder, no por no haber crecido y madurado políticamente en todos estos años, sino porque no quiso esperar unos pocos meses, antes de iniciarse la campaña presidencial, para que pudieran sumarse dos personas que habrían revolucionado su campaña y potenciado sus probabilidades de triunfo.
Uno de ellos fue Santiago Levy, el vicepresidente del Banco Interamericano de Desarrollo, subsecretario de Hacienda en el gobierno de Ernesto Zedillo y director del Seguro Social durante el gobierno de Vicente Fox, pero quien en los 90 fue el arquitecto principal del programa Progresa-Oportunidades, que sirvió de ejemplo a varios gobiernos en el mundo, como el de Inazio Lula da Silva.
Levy estaba dispuesto a sumarse al equipo de López Obrador, pero no podía hacerlo en este momento sino hasta la primavera, cuando estuviera libre de compromisos adquiridos con universidades en Estados Unidos, donde una de las restricciones es que no puede hacer política.
López Obrador se tuvo que conformar con Carlos Urzúa, que fue secretario de Finanzas en el primer medio del gobierno del precandidato en la Ciudad de México.
Otra fue Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la Comisión Económica para América Latina, que depende de la Organización de las Naciones Unidas, donde previamente fue la coordinadora de su programa de desarrollo sustentable. López Obrador le ofreció a Bárcena la Secretaría de Relaciones Exteriores, pero una vez más, cuando al enviado del precandidato a Chile, la sede de la CEPAL, le hizo la propuesta, le respondió que aceptaría, pero no antes de la primavera –al igual que Levy–, por tener compromisos contraídos en la organización que dirige.
Tampoco quiso esperar López Obrador y nombró a Héctor Vasconcelos, diplomático de carrera, pero enfocado en las artes. Vasconcelos será, sin embargo, una figura.
Detrás de él se encuentra un equipo diplomático y político altamente competente y con relaciones privilegiadas en Washington y Nueva York, que son los que ya están trabajando la candidatura de López Obrador con las cancillerías de varios países.
No se entiende el porqué López Obrador no mantuvo en reserva los nombramientos en las carteras de Hacienda y Relaciones Exteriores, para poder dar un campanazo nacional e internacional, como sí lo hizo para el cargo de secretario de Seguridad Pública, que en su diseño de gobierno, volverá renacer como Secretaría y eliminará de la degradación administrativa –con todo su costo y consecuencias– que provocó el presidente Enrique Peña Nieto al aprobar a su secretario de Gobernación la absorción de esa dependencia.
Ese cargo está reservado para Marcelo Ebrard, quien ya lo tuvo, a nivel local, cuando López Obrador gobernó la Ciudad de México.
Las prisas de López Obrador produjeron un gabinete que, en la parte positiva, no presenta un armado a partir de cuotas políticas sino, en ese sentido, es serio y pragmático al incorporar formalmente a personas que trabajaron con él durante estos meses, con quienes nunca había estado cerca, como Esteban Moctezuma, quien asumiría la Secretaría de Educación, y que ha sido pivote en algunas de las nuevas alianzas que ha ido construyendo el equipo del precandidato.
Moctezuma fue secretario de Gobernación y de Desarrollo Social en el gobierno de Ernesto Zedillo, cuyo nombre siempre ronda en torno a López Obrador. La parte negativa es la mediocridad, medida en términos de opinión pública. López Obrador presentó lo que tuvo listo el 14 de diciembre. Se apresuró y perdió. El ímpetu, sin razonar, le sigue costando.