De principio a fin, Enrique Peña Nieto no entendió el valor de la palabra presidencial. Su comunicación política estuvo enfocada en él, en el prestigio que creía herencia monárquica mexiquense y en un mensaje equivocado. Se invirtieron millones de pesos en Google y Facebook para reforzar la promoción, que fue una idea que salió del cuarto de guerra de Los Pinos. La racional de atacar a la masa y olvidar el mercado de calidad, ignoraba que para poder conquistar a las masas primero se persuade al mercado de calidad, que en forma de cascada va rociando hacia abajo el mensaje.
En los primeros 10 meses del sexenio de Peña Nieto, el gasto en publicidad oficial llegó a los dos mil 500 millones de pesos, que no impidieron que su aprobación presidencial no creciera en comparación con el monto de la inversión. La captura de la maestra Elba Esther Gordillo, en febrero de 2013, fue su mejor registro de aprobación, al llegar al 56% por ciento, según la serie de Buendía y Laredo. En agosto estaba en 55% de aprobación, y se desplomó cinco puntos en la medición de noviembre, tras la reforma fiscal que rechazaron amplios sectores.
Los millones de pesos invertidos en spots y redes no daban resultados positivos, y pese a que en febrero de 2014, cuando su aprobación estaba en 46% con focos rojos encendidos, no hicieron nada. Al contrario. En diciembre de 2014, Aurelio Nuño, en ese entonces jefe de la Oficina de la Presidencia, declaró a El País de Madrid, cuando le preguntaron sobre las críticas, que “no gobernamos para la gradería”. Una columna en este espacio días después, afirmó: “Las palabras de Nuño sugieren que en Los Pinos siguen sin darse cuenta que no se han dado cuenta”.
Además de no escuchar, Peña Nieto nunca entendió. En diciembre de 2016, en una reunión con periodistas, quien esto escribe le preguntó si su mensaje había sido equivocado, a lo que Peña Nieto respondió que le habían dicho –no dijo quiénes– que el problema de su gobierno era la comunicación social. Cuando se le replicó que mensaje y comunicación social no eran lo mismo, ni siquiera reparó en la diferencia conceptual y continuó hablando de la comunicación social. Estaba claro que al desconocer la disimilitud, jamás habría podido corregir el desastre público de lo que sus acciones generaban en su imagen. En aquella ocasión, el Presidente dijo estar resignado porque no importaba lo que dijera, de cualquier forma lo iban a criticar. Y al salir de esa reunión, continuó con la misma política que lo estaba hundiendo.
Ni Peña Nieto ni su equipo procesó que las percepciones construyen realidades con su repetición, y que al no atajar las percepciones, estas se convierten en una avalancha que, tarde o temprano, lo va a aplastar. Durante todo el sexenio, el centro de la propaganda gubernamental era Peña Nieto. Todos los días los operadores de prensa de Los Pinos hablaban con los medios de comunicación para que difundieran el evento del día del Presidente. Los medios les tomaron la medida y, en el caso de los periódicos, lo que se hizo fue publicar una fotografía del evento en su primera plana. La imagen le ganó al contenido, pero el perdedor fue Peña Nieto. Por eso no importaba si un evento era de bajo impacto o de envergadura y trascendental, porque el tratamiento periodístico era idéntico. Empujar su promoción mató la importancia de la palabra presidencial.
La voz del Presidente está dañada y carece de tanto impacto, que la semana pasada, en una entrevista con Denise Maerker, en el noticiero En Punto, de Televisa, Peña Nieto pidió perdón por casi todo lo malo que hizo en su sexenio. Por los desaciertos, por las fallas, por los errores, por las insuficiencias y, sobre todo, subrayó, si a alguien agravió, si a alguien lastimó. El perdón del Presidente llegó en un muy buen momento, pero nadie le hizo caso.
Se volvió irrelevante ante la opinión pública, que lo ve mayoritariamente con desprecio: ocho de cada 10 mexicanos, en prácticamente todas las encuestas, desaprueban su gestión. En el camino, un crimen municipal en Iguala se convirtió en un crimen de Estado; un conflicto de interés en la casa blanca se volvió el sello de la corrupción de su gobierno, aunque insistía que su gobierno había sido el que más había hecho contra la corrupción. Su candidato presidencial fue arrasado en las elecciones y, todavía, Peña Nieto asegura que “el factor Peña” no influyó en el voto.
Como dijo ideológicamente comprometido Nuño, no gobernaban para la gradería; pero la insensibilidad e ineficiencia que acompañaron las acciones de Peña Nieto, lo arrumbarán como probablemente el peor presidente en la historia moderna de México, de acuerdo con la tendencia de las encuestas. No será, en la lógica de su sexenio, la culpa de todos los mexicanos sino de él.
En el primer tercio de su gobierno se recomendó en esta columna que leyera un libro de dos profesores de Harvard, Thinking in Time, donde se reconstruía la forma como los presidentes de Estados Unidos habían tomado decisiones. Como muchas cosas en la prensa, hizo caso omiso. Jamás aprendió a tomar decisiones, lo que lo llevó al pozo del desprecio nacional. Por ello no hay perdón que basta. El 15 de mayo de 2013 se escribió en este espacio la columna “Toluca no es México”, para describir la equivocada forma como estaban tomando las decisiones económicas. Un año exacto después se publicó “Toluca sí es México”. La humillación política iniciaba su camino.