Si hubiera dignidad en el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, ¿cuántas funcionarias y funcionarios habrían renunciado? ¿Cuántos de sus cercanos habrían roto con él?
La secretaria de Educación, Delfina Gómez, habría sido la última en presentar su renuncia tras la descalificación que le hizo el Presidente por la carta responsiva de padres de familia para el regreso a clases.
La primera habría sido la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, por quitarle tareas y responsabilidades que atañen directamente a su cargo, permitiendo que la pisoteara de manera permanente.
El secretario de Salud, Jorge Alcocer, tendría que haberle puesto un alto e irse al haberlo convertido en una figura decorativa en el tema de mayor relevancia durante el sexenio, el manejo de la pandemia del coronavirus.
El secretario de Comunicaciones y Transportes, Jorge Arganis, a quien le han ido adelgazando su secretaría y enviando sus funciones a las Fuerzas Armadas.
La secretaria de Bienestar Social, Luisa María Albores, a quien enciman funcionarios para que hagan su trabajo, como recientemente sucedió con los Tianguis del Bienestar, cuya responsabilidad cayó en la secretaria de Seguridad, Rosa Icela Rodríguez, quien antes administró la vacunación en la frontera norte, que tampoco es parte de sus atribuciones, sin hacer el trabajo por el cual le pagamos los contribuyentes.
Arturo Herrera jamás habría llegado al momento en que se abriera la posibilidad de ir al Banco de México, pues como secretario de Hacienda el Presidente lo desmintió y descalificó, dejándolo en ridículo. Alfonso Romo, su jefe de Oficina de la Presidencia, permitió descolones y sabotajes, aunque nada tan humillante como la forma como lo exhibió ante el sector empresarial cuando le garantizó que se mantendría la obra del aeropuerto en Texcoco, que finalmente canceló.
López Obrador no tiene filtros ni contención. Lo que no le gusta porque no está en la mecánica de su pensamiento, lo fulmina. Ayer sucedió con Gerardo Esquivel, que dejó la Subsecretaría de Hacienda para ir como subgobernador del Banco de México, para apoyar el proyecto presidencial, y para quien no tuvo consideración alguna porque tras precisar correctamente que las líneas de crédito del Fondo Monetario Internacional al banco central no podía utilizarlas el Presidente para pagar deuda pública, lo tachó de “ultratecnócrata”, y, por tanto, lo hizo su enemigo.
El Presidente no es solamente injusto con los suyos, a quienes lastima de manera constante sin importarle nada. Lo hace públicamente, donde duele más, linchándolos ante la opinión pública, mostrando una posición radical, pero, sobre todo, demostrando que nadie salvo él importa, y que lo único que puede ser es lo que cree y la forma como ve su entorno y el mundo.
Ha regañado al secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, porque le transmite las molestias de Estados Unidos por declaraciones que el mismo Presidente hace, o a la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, que se comporta más como colaboradora que funcionaria independiente, como sucedió hace unos días, cuando la increpó de por qué la identidad de la capital federal no tenía el color de Morena.
Al Presidente no le importa si la forma como actúa con sus colaboradores tendrá consecuencias negativas o abrirá la puerta a problemas, como podría suceder con la secretaria de Educación, quien, ante el indeseable, pero probable contagio de un menor en el regreso a clases, será la responsable única de ello porque así lo decidió ayer el Presidente. O con Rodríguez, que tendrá que responder por qué la violencia no ceja, ni atiende su tema, porque está metida en otras tareas que le encargó López Obrador.
Si hubiera dignidad habrían renunciado, roto con él o, cuando menos, mostrado distanciamiento, sobre todo en aquellos casos donde orgánicamente no dependen del Ejecutivo federal. No la hay porque no existe ética institucional en el servicio público y prevalecen más los intereses particulares y las ambiciones políticas. Pero en el individualismo del que abusan, pese a lo ignominioso con lo que está pavimentado el camino hacia sus objetivos personales, hay una responsabilidad por la cual llegará el momento en que rindan cuentas.
Su subordinación acrítica, que no es el trabajo institucional que se debe tener, produce una ausencia de contrapesos internos en el gobierno que le permite al Presidente hacer lo que se le venga en gana, aun cuando esto vaya en contra de él, de su gobierno y de su proyecto. La aceptación de los caprichos presidenciales, que a veces están por encima de las leyes, repercute sobre la sociedad y tampoco le ayudan a López Obrador.
El país va mal en economía –el rebote no será suficiente para llegar a los niveles prepandémicos–, no puede darle la vuelta a la violencia, ni tampoco ha reducido la pobreza o achicado la desigualdad. El Presidente puede ser el primer responsable, como jefe del Ejecutivo, pero todos quienes agachan la cabeza cuando ordena cosas, aun las que saben que está mal, son culpables por omisión. Renunciar, como hicieron Carlos Urzúa en Hacienda, Germán Martínez en el Seguro Social, o Jaime Cárdenas del Instituto para Devolverle al Pueblo lo Robado, en protesta por la forma como se estaban conduciendo los asuntos de gobierno, ayudaría a controlar los impulsos mercuriales del Presidente y a matizar sus decisiones, en caso de que no las rectifique.
Lamentablemente eso no va a suceder. La falta de dignidad que prevalece en el gobierno y en el régimen que quiere instalar el Presidente es notable entre quienes asumen una subordinación de esclavo, le tienen terror al temperamento de López Obrador, o entre quienes creen que el costo de tragar sapos es menor al beneficio de sus ambiciones políticas. La dignidad es una cualidad que subraya el respeto a sí mismo y pone un alto a la humillación. El déficit de dignidad que hemos visto dentro el gobierno y entre los cercanos de López Obrador no se va a olvidar cuando llegue el tiempo de rendir cuentas.
Si hubiera dignidad, funcionarios habrían renunciado, roto con él o mostrado distanciamiento