Las primeras 72 horas de Claudia Sheinbaum en el poder incluyeron la bienvenida a la cotidianeidad del desastre que le dejó su antecesor, Andrés Manuel López Obrador, en materia de seguridad. En su primer día como Presidenta hubo 80 homicidios dolosos; en el segundo, 85. Y en su tercer día la saludaron Los Chapitos, los hijos de Joaquín el Chapo Guzmán que están en guerra contra las milicias de Ismael el Mayo Zambada, con mensajes en mantas colocadas en Culiacán para denunciar que un grupo criminal que bañó de sangre Durango y Zacatecas quiere expandirse a esa capital y a Mazatlán, pidiéndole sutilmente que tome parte en el conflicto por el control del Cártel de Sinaloa, la organización criminal más grande del mundo.
En otro lado del país, Chiapas, tuvo su primera llamada de atención por el uso de militares en tareas de seguridad pública, al matar dos soldados a seis inmigrantes y herir a 12 que eran transportados por polleros a Estados Unidos, que ignoraron la orden para detener sus camionetas y, aparentemente, porque está bajo investigación, dispararon primero. La Fiscalía General determinará si actuaron al ser atacados o con alevosía y ventaja contra los inmigrantes, pero Sheinbaum ya adelantó que, cualquiera que sea el resultado, eso no debe pasar. ¿Cómo le va a hacer?
Los Chapitos deben haberse sentido con la confianza de pedir su apoyo para enfrentar a Los Salazar, cuyo fundador Adán Salazar fue uno de los lugartenientes del Chapo Guzmán en el Cártel de Sinaloa, pero que en la lucha de sus hijos contra los leales al todavía jefe de la organización, sus herederos tomaron partido por Zambada y abandonaron a sus viejos aliados. Los Chapitos quizá pensaron que la tolerancia y cobertura que les dio el gobierno de López Obrador podría extenderse al de Sheinbaum, pero no va a ser así.
Favorecer a un grupo criminal a cambio de dinero para campañas de Morena, por lo que se puede anticipar ahora, va a dejar de ser una práctica que se avale en Palacio Nacional. Sheinbaum, que fue revisada por las agencias estadounidenses desde hace meses sin que encontraran ningún vínculo con el crimen organizado, ha dado muestras de rechazo a cualquier nexo con el crimen organizado, y desde la campaña tomó acciones para neutralizar a personas de las cuales recibió expedientes sobre su vinculación con el narcotráfico.
El acercamiento con una facción del Cártel de Sinaloa funcionó electoralmente, pero no trajo la tranquilidad que ofreció López Obrador en su campaña presidencial. El gobierno obradorista impulsó la pax narca, que nunca logró porque no entendió las lógicas criminales, como tampoco lo comprendió el gobierno de Enrique Peña Nieto, que le dejó una incidencia delictiva al alza. El sexenio obradorista terminó con 199 mil 619 homicidios dolosos, que hubieran rebasado ampliamente los 200 mil de no haberse dado un subregistro, eliminación de esos delitos o su reclasificación para ubicarlos como homicidio culposo (que aumentó 12%), como detectó una investigación de Causa en Común.
Sheinbaum tampoco conoce las lógicas del negocio criminal, pero ha permitido que sus colaboradores más cercanos con experiencia desarrollen la estrategia de seguridad –que será anunciada la próxima semana–, y cuyos lineamientos hechos públicos la semana pasada perfilan una visión sin vocación política-electoral y dirigida al combate del crimen organizado, pero de manera integral a fin de que baje la violencia.
Este fenómeno tiene tres vertientes que se entrelazan entre sí. Uno es el negocio de la delincuencia organizada, que se concentra en los mercados negros de las drogas, la trata, el huachicol, la piratería, la pornografía infantil, las adopciones ilegales y el tráfico humano, de órganos, de especies prohibidas y de agua. Otro es la logística criminal, que incluye el dinero y su ingeniería financiera, las armas, los giros negros, la extorsión y los autos robados. Finalmente, lo que permite que florezca el negocio ilegal es el deterioro institucional de las corporaciones policiacas, los ministerios públicos, los jueces y el sistema penitenciario.
La parte más importante es esta última, la debilidad institucional, porque si las instituciones son fuertes, pueden enfrentar con éxito la delincuencia organizada, como sucedió en Italia con la mafia, en Colombia con Pablo Escobar y el Cártel de Medellín, y en Miami, Nueva York y Chicago, con las subsidiarias del crimen trasnacional. Una de las principales variables de la estrategia del presidente Felipe Calderón, la llamada “guerra contra las drogas”, fue esa debilidad institucional. Garantizar su solidez permite combatir integral y eficazmente los mercados negros y romper su logística criminal, que es lo que, en el papel, está apuntando la estrategia de Sheinbaum.
Un segundo nivel de la estrategia, no menos importante, tiene que ver con atacar las causas que generan la violencia, que está contemplada, aunque no necesariamente, si nos atenemos a los discursos, está bien enfocada. Las causas de la violencia han sido identificadas en los grupos de la sociedad de menor ingreso, por el dinero fácil y rápido de jóvenes que no tienen opciones de vida. Sin embargo, reducirlas a esos grupos es un error, porque el negocio criminal es transversal, sociocultural y socioeconómicamente.
López Obrador redujo su estrategia de seguridad a atender las causas –los inolvidables “abrazos, no balazos”–, pero sin combatir a las organizaciones criminales. Se entiende la parcialidad de sus acciones por el objetivo político-electoral que las animaron, cuya externalidad no fue sólo el fortalecimiento de las organizaciones criminales, sino la cesión de territorio nacional: más de mil 200 municipios –casi la mitad de total nacional– controlados por ellas.
Sheinbaum no está en la lógica de López Obrador, pero su discurso es contradictorio: prepara todo para el combatir al crimen, sin desatar una nueva “guerra contra las drogas”. Parece más una diferencia semántica que una discrepancia de fondo, porque quiere hacer lo que hizo exitosamente en la Ciudad de México a nivel nacional. No será sencillo por la complejidad del fenómeno a nivel nacional, muy distinto a la realidad de la Ciudad de México, pero significa un avance que no puede convertirse al final sólo en un buen propósito.