Si la administración, la coordinación parlamentaria y la dirección del partido en el poder no advierten el derrotero que está tomando su actuación y reformulan el discurso y la práctica política adoptados, la pretendida transformación del Estado puede derivar en su fracaso o deformación. Y, esta vez, no a causa de las zancadillas sino de los tropiezos.
Estos últimos días el trípode donde se apoya el liderazgo y se finca la intención de sacudir y replantear el rol del Estado tuvo varios reveses. El discurso de la descalificación y la práctica de la imposición se convirtió –como dice el poema náhuatl– en una red de agujeros, a través de la cual escapa la posibilidad del gobierno. A casi dos años y medio, la administración no consigue erigirse en tal.
El lopezobradorismo tuvo múltiples descalabros en el campo legislativo, judicial y electoral. Derrotas o contrariedades asestadas no tanto por la resistencia de los contrapesos (la oposición es nula), como por el desbocamiento –en la doble acepción del término–, descuido y desesperación con que la fuerza en el poder está afrontando sin inteligencia ni coordinación los distintos frentes.
A la socorrida denuncia oficialista de un supuesto complot contra la autodenominada Cuarta Transformación, ahora es menester anteponerle el prefijo: auto. Adrede, pero sin querer –de ese tamaño el error–, el jefe y los operadores del lopezobradorismo están incurriendo en un autocomplot. Ellos mismos vulneran su posibilidad.
Con su actitud enojada y revanchista, están vacunando contra cualquier cambio o ajuste precisamente a las instituciones y los sectores que quieren reformar.
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En estos días se hizo aún más evidente algo ya señalado en otro Sobreaviso: tener la mayoría parlamentaria no implica contar con la razón legislativa.
Los coordinadores parlamentarios de Morena, el senador Ricardo Monreal y sobre todo el diputado Ignacio Mier, cierran el último periodo ordinario de la actual Legislatura sin rendir buenas cuentas a su jefe como tampoco a los representados de Morena. En el afán de quedar bien, legislaron mal. Menuda paradoja.
Las iniciativas presidenciales, enviadas directa o indirectamente, trazaron ya su ruta. El Ejecutivo las elabora sin esmero ni cuidado constitucional y las manda, exigiendo sacarlas adelante tal cual van; el Legislativo –la mayoría parlamentaria– obedece y las aprueba sin moverles una coma; y, obvio, por su mal hechura, terminan cercadas en el Judicial. No fallan en su itinerario, se presentan, se aprueban y… se estancan, dando lugar a un peligroso sinsentido: las viejas reglas pierden vigor y las nuevas no cobran vigencia.
Así, en vez de generar certeza, provocan incertidumbre. Duda que espanta a la inversión y denigra a la política.
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En esa rutina político-legislativa marcada ya no por la velocidad y el tino sino por la prisa y el desatino, quienes resisten y ejercen su contrapeso a la acción de la administración encontraron el talón de Aquiles del lopezobradorismo.
Dada la debilidad y nulidad opositora en el Congreso –el mejor cuadro de ella resultó ser un miembro distinguido del partido en el gobierno, o sea, Porfirio Muñoz Ledo–, los grupos de presión, los intereses afectados, las organizaciones de la sociedad civil, así como los institutos y comisiones autónomas encontraron en los tribunales, el lugar donde atajar y frenar las iniciativas presidenciales. No sólo su destreza para valerse de los recursos jurídicos les resultó útil, les ayudó muchísimo la torpeza y el descuido con que se proyectan y legislan las leyes del oficialismo. El desprecio por la legalidad y el irrespeto por la constitucionalidad dejaron al descubierto el talón.
En manos de jueces están ahora el destino de la reforma de la industria eléctrica y de los hidrocarburos, la Guardia Nacional, la militarización de la función policial, la austeridad republicana… y, a ellas irá a dar, la absurda pretensión de repetir la experiencia fallida de integrar un nuevo padrón de usuarios de la telefonía celular, ahora, aportando datos biométricos.
Esa torpeza en la elaboración de las reformas fincada en la fuerza para aprobarlas, acompañada por un aire de superioridad y un incontenible afán de descalificar y desdeñar a quienes las cuestionan o resisten y por quienes terminarán por resolver su destino, ha despertado un espíritu de rebelión contra el avasallamiento.
Ese despertar hoy, por lo pronto, le ha significado un revés al lopezobradorismo y ha dejado ver no sólo su enojo e incapacidad para revisar su estrategia, sino también la absurda decisión de avanzar en un callejón.
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Si la política del Legislativo dictada desde del Ejecutivo está arrojando por resultado el inmovilismo y la incertidumbre, la dirección y operación del partido amaga con debilitar no sólo a su líder y a su gerente, sino al movimiento en su conjunto y a la administración.
Sostener por sí o por interpósita persona a un cuadro impresentable, como Félix Salgado, afecta no la posibilidad de Morena en Guerrero, pero sí en otras entidades y en la escala nacional. No, no conspira contra de Morena, el tribunal y el instituto electoral, lo vulnera la pésima selección de candidatos en más de una entidad, las fracturas provocadas por imponer el resultado de la encuesta levantada en Palacio, el descuido de las obligaciones establecidas y la soberbia de confundir una campaña con un día de campo.
Y, de nuevo, los apuros de Morena no son producto del acierto opositor, sino del propio error.
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Si la descalificación y la imposición no se trastocan a la brevedad en conciliación y acuerdo, el anhelo de la Cuarta Transformación tornará en pesadilla… un sueño distorsionado por uno mismo, un autocomplot.