Espeluzna. Suma alrededor de un millón 743 mil litros, la sangre derramada por el crimen en los últimos quince años y, aun así, el Estado –gobierno y sociedad– no ha logrado parar esa sangría que ha hecho del país una tumba o fosa.
Ni la guerra del Golfo Pérsico, ni la misma pandemia han arrebatado el número de vidas que el crimen ha segado en la República: 327 mil aproximadamente, aunque sin duda son más porque antes se resistía llevar la cuenta funeral.
Una tragedia que, en el colmo del absurdo, ahora se emplea por la clase dirigente como ariete contra el adversario político en turno. Los muy vivos se burlan de los bien muertos y los usan. Ya no los hacen votar, sólo los dejan morir. La diligencia o negligencia de éste, el anterior o el antes anterior gobierno frente a la barbarie criminal se mide a partir de los muertos acumulados en cada sexenio, haciendo del respectivo fracaso el más grande trofeo de su deshonra. Se litigan números y porcentajes como si detrás de ellos no hubiera dejado de latir un corazón.
Lo peor, nada hace pensar en la paz social y la seguridad pública porque, a fin de cuentas, a los políticos sólo les interesa no perder el poder entre ellos, pero no ante el crimen. Luchan con denuedo por no importa qué centímetro o distrito, pero no los inquieta que el crimen ya no sólo les dispute el monopolio de la fuerza y el tributo, sino también el dominio y el control del territorio nacional. Más de un tercio de él está en sus manos.
La interrogante planteada desde los albores de este siglo prevalece: ¿hasta cuándo dejaremos de jugar a la ruleta rusa con el revólver que el crimen le ha puesto en la sien al país? La bajeza política y la indolencia social le han puesto la mesa a la delincuencia para continuar con el macabro juego.
La combinación de la impunidad criminal y la pusilanimidad política –cuando no la complicidad–, amparada por la indiferencia social tienen a más de una región con las manos arriba y contra la pared… y, así, vivir es un pesar.
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La semana recién transcurrida marca días de oprobio para la autoridad y la sociedad frente al crimen.
El sábado fueron masacradas quince personas y muertos cuatro presuntos delincuentes en Reynosa, Tamaulipas. El lunes fueron asesinadas siete más en un taller de motocicletas en Salvatierra, Guanajuato. El miércoles, el turno tocó a Zacatecas: ahí se ejecutó a doce en Valparaíso, siete en Fresnillo, otra en Guadalupe y dos más en la capital de la entidad, donde además aparecieron colgados los cuerpos de dos policías estatales de San Luis Potosí. Ese mismo día, en Michoacán los asesinados fueron nueve y Morelos y Guerrero agregaron sendos homicidios.
Cincuenta y nueve vidas se perdieron y, de seguro, fueron más porque no todos los homicidios dolosos aparecen en la prensa. Podrá argüirse que son casos desvinculados, ajenos a la posibilidad de constituir una nueva ola de violencia. Empero, con casos aislados se ha integrado un archipiélago de muerte, barbarie y violencia.
A lo largo de estos años, las matanzas han puesto en el mapa y el calendario lugares y fechas ahora conocidos y memorables porque se vivió una tragedia. Reynosa, Bavispe, Tanhuato, Salvárcar, San Fernando, Morelia, Aguililla… aparecen en el inventario del horror y terror criminal.
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La fundación de la Policía Federal en 1999 revela que, desde antes, la inseguridad ya era un dolor de cabeza y, entonces, no es descabellado formular una afirmación. A lo largo de este siglo, los tres principales partidos –Acción Nacional, Revolucionario Institucional y Morena– le han fallado a la ciudadanía frente al crimen: su alternancia en el poder no ha supuesto una alternativa para vivir en paz, con seguridad y justicia.
A su modo y estilo, los gobiernos de esas fuerzas políticas han hecho y deshecho a su antojo corporaciones policiales federales o nacionales, abandonando a las estatales y municipales; creado, borrado y recreado sin tino ni medida a la Secretaría de Seguridad; utilizado con o sin uniforme a las Fuerzas Armadas sin generar mejores resultados; diseñado, rediseñado y repetido estrategias destinadas al fracaso; ensayado y errado una y otra vez…
En suma, la clase política ha dejado en claro su incapacidad para acordar una política de Estado en materia de seguridad que, sin importar qué partido esté en el poder, la respete, administre y sostenga. No, imposible un acuerdo. Cada gobierno ha demostrado el más absoluto dominio del ejercicio del no poder… y, en ese pantano, ha metido al país.
Tal ha sido el proceder de esa élite que ya no asombra la complicidad de algunos de sus integrantes con el crimen, como tampoco ver cómo usan la desgracia nacional como ariete contra su adversario en turno. Ahí está de ejemplo, el cínico gobernador de Michoacán, Silvano Aureoles.
A su vez, la sociedad ha venido perdiendo músculo y cabeza para exigir y hacer valer su legítimo derecho a vivir en libertad y sin miedo. Ciertamente, algunos grupos de la sociedad han logrado formar especialistas y construir organizaciones para estudiar, denunciar y trazar la huella del crimen, pero no generar un movimiento que, una y otra vez, cuantas veces sea necesario, obligue a la autoridad a cumplir con su deber.
La sociedad ha armado marchas –la primera en noviembre de 1997, la más reciente en enero de 2020 y en medio cuatro más–, pero no ha logrado organizarse y articular para poner en evidencia que un Estado incapaz de garantizar la paz y la seguridad con justicia es un Estado fallido.
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La endemia criminal ha sido más cruel que la pandemia viral. En más de dos décadas, los gobiernos han sido incapaces de formular una vacuna contra la delincuencia y las muertes se acumulan.