Se ha perdido cordura y decencia. En la desmesura, se está incorporando al crimen como un ingrediente más de la política o, peor aún, como un socio connatural de ésta, como si desconociera el peligro supuesto en ello.
Con muy desafortunadas expresiones y mostrando a veces más empatía con los delincuentes que con sus víctimas, desde el poder se intenta desvanecer el doloroso, bárbaro y desastroso efecto del crimen sobre el tejido social, la estructura política y la actividad económica. En la contraparte, con gran ligereza y enorme irresponsabilidad, desde el no poder se acusan supuestos nexos entre el gobierno y el crimen sin acreditar el señalamiento ni reparar en la gravedad que entraña. Exageran en un sentido o el otro.
La pasión ha rebasado a la razón y amenaza con abrirle la puerta a la violencia que, sobra decirlo, siempre se sabe cómo empieza, pero nunca cómo acaba. Los grandes delincuentes de casimir o de mezclilla han de estar de plácemes con la polarización y el desencuentro. Un magnicidio talla grande, chica o mediana coronaría la idea del crimen organizado y la política desorganizada.
Un acción de ese tipo alentaría el griterío cruzado, el jaloneo del cadáver y, obviamente, la división y la confrontación entre la clase dirigente, ensanchando el campo de acción al crimen. ¿Es esa la intención? ¿A eso están jugando los actores de un bando o del otro?
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Irrita, duele y enerva oír las consideraciones presidenciales hacia los criminales o su familiares cuando, desde hace décadas, centenas de millares de personas han perdido la vida, la integridad, el patrimonio o la libertad de transitar, expresarse o trabajar en paz sin ser molestados, extorsionados o amenazados por aquellos.
Revisar al término de cada madrugada la cifra de muertos y desaparecidos sin resolver el problema, entregar resultados aceptables ni advertir que los cimientos de Palacio Nacional se fincan hoy en una fosa es, dicho con pena, no calibrar la dimensión de esa tragedia ni comprender el tamaño del dolor que muchos mexicanos sufren o han sufrido.
Se entiende el propósito de darle un giro a la estrategia contra la delincuencia, el afán de ganar y simplificar la narrativa –“abrazos sí, balazos no” o “becarios sí, sicarios no”– para popularizar el nuevo enfoque, así como la visita frecuente a un territorio donde un cártel fundó su imperio, sitio al cual ni por asomo se atrevería a poner un pie otro jefe del Ejecutivo.
Se entiende eso e, incluso, se reconoce que la violación de los derechos humanos por parte de fuerzas oficiales ha disminuido. Sí, pero no se puede aceptar que la inacción sea el remedio, como tampoco la falsedad de que ya no hay matanzas y muchos menos que “no pasa nada”. Asombra que el presidente de la República quiera fortalecer al Estado frente al mercado, pero frente al crimen, que no asuma la responsabilidad de defenderlo, cuando el crimen ya le disputa el monopolio del uso de la fuerza, el control del territorio y el tributo, así como la autoridad en más de una plaza o región. ¡Cómo aceptarlo!
La competencia que la oposición política no le ofrece al gobierno, la encarna el crimen organizado y, absurdamente –o, quizá, no tanto–, éste pone mayor enjundia en enfrentar a la primera que en encarar al segundo. Sí, los delincuentes son seres humanos, pero también los ciudadanos agraviados por aquellos.
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La contraparte canta igual las rancheras.
Acusar al gobierno o a Morena de estar asociados con el crimen sin aportar elementos es propio de la canalla, no de la oposición seria. Es de una ruindad insuperable. Coincide, cosa curiosa, con el propósito criminal de debilitar al Estado o, bien, con la paranoia de personajes como Donald Trump a quien tentó la idea de lanzar misiles a México contra el crimen.
Sólo el más pedestre antilopezobradorismo o el más cavernario concepto de la política explica sin justificar una acusación de ese tipo. Ejemplo, la senadora Lilly Téllez en la reveladora entrevista con Pascal Beltrán del Río en Imagen Informativa. Sin empacho, la hoy panista denuncia un pacto entre el gobierno y el crimen. Dice: “Es tal la colusión del gobierno del presidente López Obrador con el crimen organizado que ya se desconectó y ya no piensa con claridad. Le parece normal saludar a la mamá de El Chapo. Lo hace en público. ¡Imagínate qué hay detrás!” Según ella las pruebas sobran porque están a la vista y, por consecuencia, Morena es “el brazo político del crimen organizado”. Así de sencillo se explica todo.
La educación, formación e incongruencia política de la exconductora de televisión explica su postura y, quizá, la de su compañera de partido y credo Kenia López Rabadán. Postura a la cual, de seguro, se sumaría gustoso el exsecretario de Seguridad, Genaro García Luna, si no estuviera preso. Llama la atención, eso sí, que en ese coro participe Porfirio Muñoz Ledo y entone su canto al lado de ese dechado de extrañas virtudes que es el dirigente priista, Alejandro Moreno.
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Entre desafortunadas expresiones presidenciales e irresponsables acusaciones opositoras en relación con el crimen se está dando pie a peligrosas intromisiones.
La intervención de congresistas republicanos, como los senadores estadounidenses Marco Rubio o Ted Cruz, a quienes tienta la idea de equiparar al jefe de Estado con el jefe de un cartel y, quizá, después exigir acciones en consecuencia. Y la del crimen organizado que, aparte del interés por expandir y acrecentar su poder, ha encontrado en la alternancia política una ventana de oportunidades y bien podría desestabilizar la situación.
Más vale recuperar la cordura, evitar las exageraciones y cerrar la puerta a la violencia.