De tener vigencia la idea presidencial de ejercer el poder durante dos sexenios –no a partir de la reelección, sino de la duplicación del tiempo de trabajo–, Andrés Manuel López Obrador concluyó antier su primer sexenio.
Causan esa impresión tres elementos. El tono, carácter y remate del mensaje presidencial con motivo del tercer informe oficial de gobierno; el ajuste del equipo de colaboradores en el área política, social y jurídica; y el cambio de hora en el itinerario político.
Desde esa óptica y si, en efecto, las bases de la pretendida transformación nacional se han asentado al punto de ser prácticamente irreversibles, el segundo sexenio-trienio no puede ser simple extensión del primero. La circunstancia es otra. Exige menos confrontación y más conciliación, más inteligencia y menos fuerza, más orden y menos caos, más resultados y menos proyectos. Demanda, en suma, hacer política hacia dentro y hacia fuera del movimiento que encumbró al mandatario en el poder. Correr con pies de plomo.
Sólo así se explica por qué López Obrador dice “hasta podría dejar ahora mismo la Presidencia sin sentirme mal con mi conciencia” y afirma, a la vez, “la gente va a votar a finales de marzo del año próximo por que continúe mi periodo constitucional hasta finales de septiembre de 2024”.
La duda es si el Ejecutivo cuenta con la serenidad, el equipaje y el talante necesario para entender y resolver la nueva circunstancia, sin darse de topes contra la pared y repercutirlos al país. Si es capaz de él mismo transformarse y consolidar la obra, mantener la estabilidad y preparar sin sofoco la sucesión.
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El tono y el carácter del mensaje presidencial del miércoles no fueron los acostumbrados. Fue duro contra el neoliberalismo, pero no rijoso.
Incurrió, si se quiere, en el exceso de fustigar a “los tecnócratas neoliberales” con la expresión “tengan para que aprendan”, tras enlistar los supuestos logros histórico-económicos de su gestión. Empero, ajeno al hábito, esta vez no cargó de manera manifiesta o encubierta contra quienes podrían ser sus más emblemáticos representantes. No hubo referencias ni descalificaciones personales o alusivas.
Y, claro, pueden cuestionarse no sin razón esos logros, como también el señalamiento de haber cumplido noventa y ocho de los cien compromisos adquiridos y, desde luego, el repaso tangencial de la situación prevaleciente en salud y seguridad. Sin embargo, el sentido del mensaje parece responder al afán de hacer un balance de la actuación, con cierto dejo de nostalgia y emoción, marcando el término del primer sexenio, conforme al ritmo y la aritmética presidencial.
Más aún, no es aventurado afirmar que el discurso no correspondió a un tercer año de gobierno, sino a tres como si el corriente fuera el último, como si el sexenio tocará a su fin y, por lo mismo, el mandatario se pudiera marchar, como dijo, sin remordimientos de conciencia.
A partir de esa perspectiva, quizá, por eso el mandatario invierte y pervierte el objeto del ejercicio revocatorio del mandato, entendiéndolo como ratificatorio. Lo concibe como su reelección para “continuar” hasta finales de septiembre de 2024 y lo tienta la vanidad de protagonizar la aplicación del recurso.
Quiere relegitimar el segundo sexenio de tres años por emprender.
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Sin desconocer las zancadillas, pero tampoco los no pocos tropiezos de la gestión presidencial, hay algunos logros intangibles.
No es poca cosa el restablecimiento de fronteras entre Estado y mercado, política y economía, derechos y privilegios, uso y abuso del poder, gasto y derroche, negociación y transa. Reivindicaciones que particularmente en los campos fiscal, laboral, sindical y en menor medida social perfilan frutos.
Sí, hay eso, pero también la urgencia de revisar la pertinencia de políticas, programas y obras con destino incierto, sobre todo, cuando se han sostenido a costa de sacrificar o maltratar otras necesidades fundamentales –vitales, se podría decir–, provocando dolor y sufrimiento. Mantener el proyecto original, sin replantearlo ante los límites impuestos por la adversidad, no ha sido un acierto. En ello ha faltado el humanismo que tanto se presume y la determinación que tanto se practica donde interesa.
Si el mensaje del miércoles es distinto debe pasar, en consonancia con el slogan, de las palabras a los hechos.
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Los no pocos cambios operados en el equipo de colaboradores a partir de las elecciones de junio, de seguro, responden a los resultados obtenidos, a la consecuencia política que acarrean y al apremio de realinear no sólo a la administración y su partido de cara no sólo al segundo tramo de gobierno, como también a la sucesión presidencial.
El margen de maniobra se ha reducido. El tamaño de la expectativa generada no lo colman los resultados. El señalar sin acusar ni procesar a quienes saquearon al país deja de rendir dividendos. El sacar de la chistera gatos en lugar de liebres torna en rutina sin atractivo. La condena del pasado ya no justifica el presente. El amartillar el revólver político sin disparar es un ardid ya conocido. El descalabro electoral en la capital de la República es un apuro.
En ese sentido, si el mensaje marca un punto de inflexión; el reajuste del equipo, el rediseño de la estrategia; y la hora, el momento de emprender el segundo sexenio en tres años, el presidente López Obrador está impelido a demostrar la capacidad de transformarse a sí mismo.
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Si el mandatario quiere el 30 de septiembre de 2024 cantar a los cuatro vientos “misión cumplida” y entregar el corazón, ahora está obligado a calibrar hacia donde sopla el viento y poner la inteligencia a trabajar. Definir si quiere o no hacer política, sumar doce años en seis y darle perspectiva a su proyecto.