Hagamos de cuenta que no existe el pacto de impunidad, que tantos dan por real, entre el presidente Enrique Peña Nieto y el presidente electo Andrés Manuel López Obrador.
Hagamos eso aunque sea para tratar de entender qué otras explicaciones podríamos dar a la machacona insistencia de AMLO, de que no mirará hacia atrás, que no perseguirá casos de corrupción de la actual administración.
Si no existiera el pacto… López Obrador podría tener varias motivaciones para pasar de largo ante denuncias que, en parte y paradójicamente, ayudaron a su triunfo.
La primera es no ser cautivo de una agenda impuesta desde afuera. A nadie escapa que López Obrador, desde el momento mismo de la victoria, ha querido imponer los temas que pretende que marquen su gestión.
Quiere proyectos de gran inversión para el sureste (Tren Maya y plantaciones), apoyos para jóvenes y viejos, renacimiento de Pemex (refinerías, etc.), y acaso honestidad y austeridad por contraste, por un estilo tipo Ruiz Cortines (Nacho Marván dixit), luego del despilfarro y frivolidad del peñismo.
Es decir, no se le antoja que en vez de hablar de su gobierno, de sus iniciativas, a partir de diciembre se le obligue a estar en medio de una temporada mediática llena de acusaciones, litigios con su previsibles reveses, y escándalos que robarían la narrativa de la pretendida refundación nacional.
Quiere cambiar la fachada, rápido, pero sin cambiar los cimientos de un edificio podrido.
Una segunda motivación sería el principio de realidad. En estos días, el portal Animal Político publicó que la Procuraduría General de la República que AMLO heredará tiene hoy la mitad de los policías de investigación que tenía en 2006. Así hemos avanzado en los años de la guerra: hacia atrás en capacidades institucionales.
La eficiencia del aparato de justicia mexicano para llevar a cabo una investigación en contra de cualquier sospechoso de corrupción es, por lo menos, cuestionable.
López Obrador estaría, por tanto, tratando de bajar las expectativas de la ciudadanía en cuanto a lo que va a ocurrir a partir del 1 de diciembre. Mucho control de lo que pase de esa fecha en adelante es una cosa muy distinta a dar resultados surgidos de pesquisas que hay que comenzar, sustanciar, consolidar y eventualmente hacer valer en un juzgado. Totalmente cuesta arriba.
Qué incentivos puede tener López Obrador para que a las semanas comiencen a cuestionarle: oiga, van siete días y no ha procesado a zutano o perengana; oiga, ya va un mes y nada de los peces gordos, oiga… Cero incentivos.
Como tercera hipótesis tenemos la opción de autosupervivencia. El tabasqueño fue lo suficientemente astuto para ganar la elección haciéndose pasar como un outsider, como un político ajeno al sistema, él, que ha pertenecido cuatro décadas al mismo.
Es uno de los éxitos de su campaña. Sin embargo, conoce como pocos las entrañas del ogro. Tanto que no come lumbre: jalar con fuerza el tinglado de la corrupción “de los otros” podría terminar por arrastrarlo también a él o a gente demasiado cercana a él.
El fantasma de Brasil recorre la IV transformación: quizá Andrés Manuel considere que abrir grandes causas judiciales en contra de políticos, puede derivar no solo en una mayor crisis de partidos, sino que incluso socave a figuras morenas, ya no digamos a los dinos del PT.
En fin, si no existiera el pacto de impunidad, López Obrador tendría muchos dolores de cabeza al emprender una cruzada en contra de los corruptos de hoy, ayer y mañana. Quizá por eso quiere que mejor hablemos de Trump, de langostas y corazoncitos.