Vino a México el presidente argentino Alberto Fernández. Y en Palacio Nacional el martes dijo que para él un periodista es como un aficionado pambolero: “Está en la tribuna mirando el partido de futbol, sabe lo que tiene que hacer el arquero, cómo tiene que cabecear el 9, pero nunca jugó el partido de futbol. Analizar desde la platea es una cosa muy simple, jugar el partido es otra cosa”.
Creo que si a alguien, la comparación del señor presidente Fernández agrede a los hinchas, seres que año con año apoyan –en las buenas y en las malas– a su equipo: compran la camisa del club apenas cambia de estampado, se llenan de afiches, están al día en las noticias de su escuadra… Y, por supuesto, en el estadio o frente a las pantallas aplauden y gritan para decirles que mejoren, que pueden más, que suden la camiseta, carajo, muchachos, ustedes pueden, venga, cómo no los voy a querer, ódiame más, Chivas y qué etc., etc., etc. No veo para qué comparar a tan fieles seguidores con seres tan, digamos, mustios como los periodistas.
Porque los periodistas son, somos, otra cosa. No estamos para aplaudir (aunque algunos lo hagan). ¡Qué pena por eso señor Fernández, señor Peña, señor Obrador! Ni tampoco queremos meternos a la cancha de los políticos a cabecear, ni atajar los trallazos que amenazan la portería. No. Los periodistas –que como los hinchas hemos visto demasiados partidos, demasiadas promesas fallidas, demasiados egos mareados apenas se ponen la banda, perdón, la albiceleste, perdón otra vez, la tricolor– estamos para recordarle a los Fernández de cualquier lado que lo que hacen, y lo que dejan de hacer, tendrá consecuencias no para su club, no para un partido. Qué va. Esto no es un juego.
Sus fallas tendrán consecuencias para la sociedad, para niños que deberían tener mejor educación y mejor alimentación, para familias que necesitan empleos. Sí, somos críticos, aunque no pateemos balones ni redactemos iniciativas (que miren que para las que redactan, les vendría bien la ayuda). Describimos, y hasta deploramos, jugadas de terrible ejecución de demasiados políticos de todos los colores; y por supuesto narramos los lamentables fallos de los legisladores cada que el Congreso mete autogol.
Porque lo que está en juego no son tres puntos o un campeonato. Para los que creen que están jugando una cascarita, les recordamos que con sus supuestas gambetas pueden cargarse el futuro de varias generaciones.
Ocurre, señores Fernández, que las sociedades –australes o norteamericanas– precisan que haya críticos de los políticos, porque sin esa crítica, los políticos luego se creen que son dueños del balón, de la cancha, de los árbitros, del resultado del juego y hasta quieren, señor Fernández, mandar a callar a los aficionados que les critican, a los cronistas que reportan lo mal que, contra lo que prometieron en la pretemporada, lo están haciendo.
Y es que no hay que confundirse. Los políticos no son dueños de nada, son empleados. Y tampoco son estrellas (muchos futbolistas sí, demasiados políticos no). Y ya no digamos ídolos. De esos hay un par, en la grama, no en la política.
Políticos y futbolistas, eso sí, son pagados por el público. Si por sus limitaciones los abuchea la tribuna, el periodista reporta esas rechiflas. Ahora que, parafraseando a alguien de mi país, si no puede chutar a gol (si le disgustan las malas reseñas) pues renuncie, señor presidente. Y fin del problema. Ya vendrá otro a sustituirlo. Porque en política y en futbol nadie es indispensable, nadie salvo, quizá, la afición y la prensa.