La principal virtud política de Adán Augusto López Hernández es que no es como AMLO. No se sulfura ni se le conoce un carácter destemplado. Para sacar provecho de esa característica, que sirve a la hora de tender puentes o dialogar, el principal reto de este exgobernador de Morena sería que su jefe le permita espacios para la interlocución, y sobre todo que respete la misma, lo cual no es fácil y hay indicios de que, en temas delicados, el ocupante de Palacio deja colgado al de Bucareli.
El secretario de Gobernación recibió el lunes a una figura del PAN. Al encuentro –que en efecto debería ser un asunto regular entre un opositor y el encargado de la gobernabilidad y de la interlocución entre poderes– se le ha querido presentar como el inicio de una era de diálogo. No que no haga falta éste, pero por qué habría de abrirse un espacio de esa naturaleza si Andrés Manuel López Obrador no cree en eso, ni tiene necesidad del mismo y menos incentivos para ello.
Porque hace una semana el Presidente trazó la ruta de lo que viene: radicalización y sólo radicalización.
Su discurso en el Zócalo el 1 de diciembre despejó cualquier indicio sobre si en la segunda mitad del sexenio López Obrador intentaría un talante menos rijoso o más moderado.
Negociar con cualquier fuerza que no sea PT o PVEM, partidos cuya afinidad ideológica (es un decir) con Morena es puramente mercenaria, obligaría a Morena a ceder algo, a de alguna forma correrse hacia el “centro”, pues el PAN, PRI o PRD pedirían algo con respecto a Estado de derecho, federalismo o contrapesos desde un paradigma contrario al centralismo (que no izquierdismo) que busca imponer Andrés Manuel.
Y en temas progresistas, como los derechos de las mujeres, López Obrador no busca ampliar por ejemplo la interrupción legal del embarazo a nivel nacional, cosa que les viene estupendamente a los prianistas.
Así las cosas, el diálogo de Adán Augusto y el panista Santiago Creel hoy por hoy no significa nada.
Porque el Presidente no va a atender sugerencia o petición alguna del PAN.
Y porque el propio López Hernández aún no prueba que sea algo más que una correa de transmisión de Palacio Nacional a Bucareli; una que encima no ha podido parar el pleito Gertz-Santiago Nieto, y una que se desgasta porque le hacen quedar mal: en un par de asuntos recientes, acuerdos de Adán Augusto con importantes interlocutores se han caído en cuestión de horas. Si sigue así, su palabra terminará perdiendo valor.
Andrés Manuel se solazará con la mera posibilidad de que los prianistas crean que se les va a escuchar, y con que se entretengan un rato en ello mientras él acelera el paso radicalizador.
Un último argumento en contra de los crédulos: si acaso algo, López Obrador respeta a los que ganan en las elecciones. El PAN no es eso. Y no me refiero al catastrófico escenario electoral profetizado para 2022 por su líder, Marko Cortés, sino a su realidad: en Nayarit, donde gobernaban hasta este año, en la elección extraordinaria para senador del domingo terminaron en quinto lugar. Y pues el PRI anda en las mismas, ¿verdad?
El diálogo tendría futuro si y sólo si AMLO creyera que gana algo. Lo único que se me ocurre que pudiera ganar es el embarnecer mediáticamente la figura de su secretario de Gobernación, para tener alternativa si se le cae la corcholata capitalina. Pero salvo eso, el café y las galletitas con la oposición son simplemente una maniobra de distracción.