Formalmente ha comenzado lo que será el último verano de este sexenio y en muchos sentidos también el último verano para muchos lugares donde bien por resultados electorales inciertos, por guerra o por invasiones, la alteración de su vida normal empezará a perfilar cómo será el mundo del presente y, sobre todo, el peso que tiene el compromiso del pasado.
Actualmente me encuentro en Europa y todo el tiempo siento cómo vuelan sobre mi cabeza los misiles que van desde Rusia a Ucrania y viceversa, con la amenaza siempre latente que bastaría que uno de ellos explote en un lugar donde no debería para iniciar una catástrofe mundial. Cuando el 24 de febrero de 2022 Rusia invadió Ucrania, nadie imagino que este hecho terminaría desencadenándose en una guerra que provocaría que 18% del territorio ucraniano estuviera ocupado por los rusos, que hubiera más de 6 millones de ucranianos refugiados ni los cientos de miles de muertos que ha causado este conflicto. También es una guerra que está motivando que muchos países estén restituyendo el servicio militar obligatorio, con unas reacciones sociales que ya veremos pero que no resultarán fácil de suponer y que van a constituir una especie de corte traumático.
Ya no tenemos a los millennials como generación dominante, pero tenemos las que les siguieron y desde que nacieron y los acunamos ellos nunca tuvieron en sus cálculos ni supuestos el tener que ser militares por obligación. Es un cambio que, más allá de producir las leyes y modificaciones jurídicas en los parlamentos, obliga a tener un espacio de reflexión ya que hasta el propio Putin y su Rusia –que no es precisamente un modelo de respeto hacia los demás– hicieron y crearon unas condiciones en las que mucha gente se exilió y que hacen recordar más a los años de la guerra de Vietnam que a las nuevas guerras. En pocas palabras, resulta muy difícil imaginar cuál será la posición y disposición de las juventudes sobre el hecho de tener que ir a la guerra y hacer un servicio militar de forma obligatoria. Y lo cuestiono porque estamos hablando de generaciones que su única cercanía o escenario de participar en cualquier tipo de guerra sólo se lo había planteado en sus videojuegos.
La verdad es que mientras que Europa respira, disfruta, sufre y descubre un país inédito, gracias a los Juegos Olímpicos, hay muy poca reflexión sobre la guerra en sí misma y sobre el hecho de que esa guerra ya tenga cientos de miles de víctimas y millones de refugiados. Mientras los ejércitos y las armas inevitablemente se van agostando, uno de los contendientes sólo puede seguir en el conflicto siempre y cuando Estados Unidos, Europa, sus aliados ideológicos y sus vecinos sigan prestándoles y financiando su participación en la guerra. De lo contrario, será cuestión de tiempo para que la zona del Dombás y lo que queda de la región sean parte de la nueva reconfiguración del mapa europeo que en estos momentos sabemos cómo es, pero que desconocemos cómo será una vez que termine la guerra. Una guerra que, en palabras de Donald Trump y como una de sus promesas de campaña electoral, podría acabar “en cuestión de 24 horas”.
En México, empieza el principio del fin. En menos de 60 días, al hombre que más poder ha ganado de manera democrática, el único gobernante que vio la apoteosis de la democracia de lo que significa tener el respaldo de las mayorías –no solamente reflejada en los números obtenidos por su candidata a presidenta, sino también por su dominio absoluto en la cámaras de Diputados y Senadores–, le ha llegado el momento de irse. Así es la ley de la vida y de la Constitución, a pesar de sus incesantes esfuerzos por modificarla a su gusto, cambiándola tanto que al final termine por ser irreconocible. En ese sentido, la reforma judicial es un elemento básico para lograr el objetivo.
La justicia es un término que requiere de mucho tiempo para madurar. En casi ningún lugar del mundo las sociedades están contentas con su sistema judicial. El problema es que el paso previo para que la justicia sea expedita y, sobre todo, sea justa, es garantizar la aceptación popular al momento de aprobar los entramados y modificaciones jurídicas necesarios para decidir sobre la vida y funcionamiento de un país. Es obvio que después del encontronazo y después de lo vivido en este sexenio, seguramente la justicia se encuentra –y con razón– en su punto más bajo de credibilidad. En parte se debe a que no hay institución que aguante un tratamiento intensivo, en forma de mañanera, durante tanto tiempo sin salir ilesa.
Es inútil empezar a discutir si lo sucedido fue justo o injusto. El Presidente saliente no quiere dejar Palacio Nacional sin haber liquidado, primero, las posibilidades de cambio constitucionales haciendo uso de su mayoría legislativa. Y, segundo, no pretende irse sin aprobar su reforma judicial, que puede terminar siendo un proceso electoral más en el que, para poder participar, de acuerdo con lo que se ha dicho, sólo sería necesario saber leer y escribir. Y es que con la ocurrencia de proponer que haya una rifa para preseleccionar a los candidatos o que no sea imprescindible tener experiencia –ya no sólo jurisdiccional sino tampoco legal–, siempre es posible que el ser humano, en su incansable búsqueda de la eficiencia y la verdad, mejore lo que tenemos. En principio, por lo que conocemos, hemos sufrido y vivido, resulta muy difícil que con esos instrumentos se puede llegar a producir una nueva generación de jueces que estén a la altura de lo que necesitamos, que, en el fondo, se trata únicamente de que se aborden en serio nuestras reclamaciones y que podamos tener garantías y fe pública sobre que la justicia, pese a todo, es justicia.
En medio de todo esto, viendo a la izquierda o a la derecha –dependiendo de dónde esté usted– y enfocando la visión en Estados Unidos, se vislumbra un interesante panorama. Las dos primeras semanas sin Joe Biden han sido muy malas para Donald Trump. Para empezar, resulta increíble que sus asesores sigan sin comprender que la campaña que estaba hecha y ganada contra Biden ha desaparecido en el momento en que el todavía presidente renunció a la contienda presidencial. Ahora lo que tienen que hacer es enfrentarse recuperando lo peor de Trump –que no es su inteligencia ni su fuerza–, que es el insulto.
En este momento el mundo se está configurando por diferentes realidades étnicas. Los afroamericanos tienen un papel muy importante en el nacimiento y desarrollo de la historia estadounidense, aunque numéricamente –debido a la multiplicidad de etnias migrantes que han llegado a Estados Unidos como la china, japonesa, india o pakistaní– ha ido perdiendo su peso de manera paulatina. El flujo migratorio hacia Estados Unidos de estos grupos étnicos es cada vez más importante, hecho que afecta de manera indirecta a los ataques de Donald Trump hacia Kamala Harris. Y es que la todavía vicepresidenta estadounidense tiene ascendencia india, por parte de su madre, y jamaicana, por parte de su parte, mas no se puede considerar como afroamericana. Por lo tanto, salvo que Trump haya descubierto un detector que permita identificar el sentido de pertenencia sobre los orígenes étnicos, es claro que existe una escasez y falta de solidez en sus argumentos frente a la risueña –y seguramente histriónica– exfiscal y candidata a presidenta de Estados Unidos.
A estas alturas todo está en el aire y nadie sabe quién ganará. Aunque sí los invito a seguir la campaña, ya que, entre los varios fenómenos, se ha producido uno muy importante. Y éste es el hecho de que ha desaparecido el gozo y el disfrute de mal herir y usar la decrepitud humana –debido a los efectos que produce la vejez– y se ha producido la creación de un personaje como Donald Trump, quien hasta hace unas semanas iba sonriente y confiado por su inminente regreso a la Casa Blanca. Sin embargo, ahora se le empieza a ver preocupado y con cierta desconfianza sobre lo que pueda pasar.