Los gobiernos no sólo están obligados a garantizar la seguridad de los periodistas, sino de todos los ciudadanos.
Obviamente el periodista que investiga al narcotráfico tiene muchas posibilidades de ser amenazado, hostigado y en algunos casos, como Javier Valdez y Miroslava Breach, asesinados.
Y ahí sí el Estado tiene una responsabilidad grave porque no se trata solamente de salvaguardar la vida de un profesionista en particular, sino de la libertad de expresión.
El deber del Estado no es únicamente dejar hablar, sino garantizar que nadie sufra represalias por lo que diga.
Ahí han fallado los sucesivos gobiernos de este siglo, pues no pueden proteger a los que con su trabajo incomodan al narco.
El último crimen político de un periodista, que yo recuerde, fue el 30 de mayo de 1984, cuando mataron a Manuel Buendía en la Ciudad de México.
Hasta el siguiente sexenio se detuvo al autor material y al asesino intelectual: había sido el director de la extinta Dirección Federal de Seguridad, José Antonio Zorrilla, quien fue apresado personalmente por el Procurador de Justicia del Distrito Federal, Ignacio Morales Lechuga.
No hubo impunidad. Pero de ahí en adelante prácticamente nadie que agreda o mate a un periodista ha sido castigado.
¿Nos extraña? No, porque así está el país. El índice de impunidad en delitos contra periodistas es igual que el del resto de la población.
El periodista no es una persona que demande protección especial por el hecho de ser periodista, como se ha malinterpretado a raíz de los anuncios hechos por la Presidencia para reforzar fiscalías contra delitos a comunicadores.
No es por ahí. No hay trato privilegiado por ser periodista.
Recuerdo, a propósito, una anécdota ilustrativa sobre el tema que vale la pena recrear.
El 19 de septiembre de 1985 ocurrió el terremoto en la Ciudad de México, y en La Jornada estábamos doblemente angustiados porque se había derrumbado el edificio donde vivía nuestro querido compañero Manuel Altamira (con quien había compartido departamento en mis años de soltería) y él estaba ahí debajo.
Al día siguiente, el 20, por la tarde, le dije a mi jefe, Miguel Ángel Granados Chapa, que pidiéramos una grúa al DDF porque en el edificio donde se encontraba sepultado Manuel (Bruselas esquina Liverpool) apenas había unas cuantas personas trabajando en las tareas de rescate.
El licenciado Granados lo pensó un momento, dio unos pasos en la redacción, se volvió a mí y me dijo como meditando cada palabra: “no sé qué tan válido sea pedir un favor así cuando también en otros edificios se necesitan grúas”.
Altamira apareció un par de días después entre los escombros del edificio. Tenía los ojos inmensamente abiertos, según nos contó Rubén Álvarez, de los pocos que presenció su rescate. Acababa de morir.
Si hubiéramos tenido la grúa, Manuel Altamira hoy estaría vivo. Pero Granados Chapa, en su duda, tal vez tuvo razón. Era pedir un favor –de vida o muerte– porque la víctima era periodista.
Ahora la situación es diferente. No se exigen recursos especiales para castigar a los que agreden a una persona que tiene presencia en periódicos o medios electrónicos.
De lo que se trata es de defender la libertad de expresión, acosada por poderes locales que, todo indica, corresponden a los del narcotráfico.
Por eso es bienvenido el esfuerzo por crear fiscalías estatales para evitar que haya impunidad en los crímenes contra periodistas.
Sin embargo no se puede ser optimista cuando el que ataca es el narcotráfico, que no tiene códigos de conducta ni protocolos para tratar con periodistas ni con nadie.
Y tampoco se puede ser optimista porque la impunidad de los crímenes del narco se exhibe en fosas comunes con miles de cadáveres, o en el asesinato de defensores de derechos humanos o familiares de víctimas, que han quedado en la total impunidad.