Frente a lo que está viviendo el submundo de Acapulco, el anuncio del presidente Andrés Manuel López Obrador de que se instalarán cuarteles de la Guardia Nacional en las colonias con más de 10 mil habitantes, para reforzar la paz y la seguridad, es inútil. No sólo porque replica la estrategia de disuasión que ha sido un fracaso, sino porque al ignorar el fondo del fenómeno de la criminalidad en Guerrero, les entrega a los criminales el futuro del viejo ícono turístico. Acapulco está podrido, y en el plan de reconstrucción que anunció ayer no hay nada que cambiará su destino manifiesto.
El gobierno desplazó a más de 14 mil militares a Acapulco, donde las Fuerzas Armadas no son el macho alfa que predomina. Hay personas con fuertes raíces en Acapulco que abandonaron sus casas en el centro histórico, donde vivieron por años, porque la inseguridad es incontrolable. Los saqueos continúan, pero con escala diferente y método, vaciando casas y condominios en Punta Diamante. Si el huracán Otis sepultó sueños y aspiraciones, también escupió la podredumbre en la que se encuentra desde hace casi 20 años.
La descomposición social de Acapulco tiene un antes y después, cuyo parteaguas es la llegada de Félix Salgado Macedonio a la alcaldía del puerto en 2006. En este espacio se publicó en febrero de 2007 que había indicios en el gobierno federal de que el narco había financiado su campaña, “pero no de uno sino de los dos cárteles que se disputan la plaza de Acapulco, el de Sinaloa y el del Golfo, que encabezan los hermanos Beltrán Leyva y su socio Joaquín el Chapo Guzmán, y el recientemente extraditado Osiel Cárdenas”.
Abrir la puerta a más de un cártel rompió la pax narca, y en su primer año de gobierno comenzaron las ejecuciones y los descabezados por la penetración del Cártel del Golfo y Los Zetas, en ese entonces su brazo armado, que llegaron a disputar la plaza a los hermanos Beltrán Leyva. Ningún gobierno posterior en Guerrero resolvió el problema. Al contrario, funcionarios a lo largo de los años fomentaron el fenómeno de la criminalidad, que elevó su gravedad en los últimos meses en Acapulco, porque la familia política gobernante se dividió en alianzas oscuras, que resultó en una oleada reciente de asesinatos de alto impacto.
Hay dos grandes frentes de guerra de las organizaciones criminales. Uno es por el control en Acapulco, Coyuca de Benítez y la Costa Chica de Guerrero, que actualmente lo tienen los grupos que heredaron el Cártel de los Beltrán Leyva –que conservan una buena cantidad de terrenos baldíos en Punta Diamante–, el Cártel de Caborca, de José Gil Caro Quintero, y los hermanos Granados, que han utilizado como sicarios y grupo de choque a las policías comunitarias de la Unión de Pueblos y Organizaciones de Guerrero, la UPOEG, desafiados por La Familia Michoacana.
A mediados de octubre, el fundador de la UPOEG, Bruno Plácido, fue asesinado en Chilpancingo, y una semana después, el secretario de Seguridad Pública del municipio, Alfredo Alonso López, junto con el director de Seguridad municipal y 10 policías locales, fueron ejecutados en una emboscada en Coyuca de Benítez. López era sobrino de Joaquín Alonso Piedra, el Abulón, que por años lavó el dinero a los Beltrán Leyva, y que es exconsuegro de Salgado Macedonio, con quien comparte nieto. Los asesinatos de Alonso López y Plácido, de acuerdo con las investigaciones ministeriales, fueron presuntamente realizados por La Familia Michoacana.
Esta organización está encabezada por José Alfredo Hurtado Olascoaga, cuyo cuartel general está en la región de Tierra Caliente en Guerrero, desde donde bajó a Tierra Colorada, entre Chilpancingo y la zona rural del puerto, para disputarle a la banda criminal de Los Ardillos las rutas de acceso a la Costa Grande para el trasiego de droga de Sudamérica, y está buscando arrebatárselas apoyado por sicarios de lo que fue el Cártel Independiente de Acapulco.
En el otro gran frente de guerra, La Familia Michoacana está peleando contra una organización rival de Los Ardillos, llamada Los Tlacos, conocidos también como el Cártel de la Sierra, para quedarse con el control de esa región y el centro del estado, y entrar a Coyuca de Benítez, bajo el dominio de Los Rusos, que están respaldados por los Beltrán Leyva, Caro Quintero y los Granados, con el apoyo de células de los Chapitos, hijos del Chapo Guzmán, que forman parte del Cártel del Pacífico/Sinaloa, que quieren tener presencia en la Costa Grande de Guerrero.
Los Ardillos surgieron de una vieja alianza de los Beltrán Leyva con Los Tlacos, encabezados por Onésimo Necho Marquina y Salvador Alanís Trujillo, coordinador de la policía ciudadana de Heliodoro Castillo, que se ha expandido desde Tierra Caliente al resto del estado en el gobierno de Evelyn Salgado, hija del exalcalde de Acapulco, a través de los nexos de su pareja, Rubén Hernández Fuentes, jefe de la Oficina de la gobernadora.
Guerrero, de sí, es un estado de alta complejidad, posiblemente el más enredado del país, y de una sociedad con carácter muy violento, que anida todos los fenómenos sociales del país con una determinación y un nivel de violencia que no tienen parangón, por su amplitud y profundidad, en el resto de México. El huracán Otis, en su externalidad social y política, mostró las inexistentes fortalezas institucionales en el estado y las limitaciones de las capacidades federales.
La narcoguerra en Acapulco y Coyuca de Benítez quedó al desnudo, sin nadie que enfrente a las organizaciones criminales. Al contrario. El plan de reconstrucción de Acapulco dotará de recursos a pequeños y medianos negocios, que podrán seguir pagando derecho de piso, y favorecerá principalmente a La Familia Michoacana, que controla los materiales de construcción en varias ciudades del Estado de México y Guerrero.
Estrategia para acotar y neutralizar al crimen organizado, no hay. Un plan para cambiar el destino criminal de Acapulco, tampoco. Una idea para empezar a limpiar lo podrido, no existe. De todo lo que se haga, los cárteles serán los principales beneficiarios.