¿Quién ordenó el asesinato del padre Marcelo Pérez en San Cristóbal de las Casas? Nadie sabe. Las autoridades federales y estatales ni siquiera han esbozado las líneas de investigación del crimen que ha sacudido a la Iglesia católica, a defensores de derechos humanos, a activistas y a los chiapanecos. ¿Quién lo mandó matar? Ya tienen un presunto autor material, detenido en la misma ciudad chiapaneca días después de ejecutarlo, pero es extraño que, tras un atentado de tan alto impacto, el responsable permaneciera en la misma ciudad donde lo cometió. La posibilidad de que sea un chivo expiatorio para aliviar la presión social no puede descartarse.
Pérez sabía hace tiempo que su vida estaba en peligro. “En Simojovel le pusieron precio a mi vida”, declaró en agosto a El Heraldo de Chiapas, refiriéndose sin especificar al enfrentamiento que tenía con Los Herrera, un grupo criminal que se empoderó cuando su fundador, Austreberto Herrera, fue nombrado juez municipal en Pantheló –municipio vecino de Simojovel– en 2002, y creció para enfrentar a policías comunitarios y defensores de comunidades indígenas –como el padre– durante el gobierno de su protegido Manuel Velasco, hoy senador verde. ¿Fueron ellos?
“Si no fueron ellos, es fácil acomodar la versión, (porque) Los Herrera lo tenían amenazado públicamente”, dijo un conocedor profundo de la realidad chiapaneca. “Pero, lamentablemente, en cada región de Chiapas ya hay ecosistemas criminales donde los actores sólo cambian de nombre y filiación, aunque el modo de operar es el mismo”. Pérez fue ejecutado por dos personas que viajaban en motocicleta, en esa ciudad donde opera el grupo de Los Motonetos, porque utilizan la motoneta como parte de su modus operandi y se benefician de las economías indígenas. Los Motonetos son tsotsiles, como el sacerdote, lo que no sería impedimento para asesinarlo. ¿Es esta otra línea de investigación?
El asesinato del sacerdote Pérez volvió a colocar a Chiapas en el centro del infierno de la violencia nacional, pero la descomposición en la entidad comenzó en 2021. En septiembre de ese año se publicó en este espacio que Chiapas era el último estado en guerra civil. Los Zetas ya habían consolidado su negocio de trata y tráfico humano tras arrebatarle un poco del territorio al Cártel de Sinaloa, y en ese momento estaba irrumpiendo el Cártel Jalisco Nueva Generación. La correlación de fuerzas había cambiado porque el valor potencial de la tierra había subido de prácticamente nada, a miles de millones de pesos.
La revolución de la narcoeconomía se detonó con la construcción del Tren Maya, que al cambiar el statu quo que hubo por décadas, la estabilidad criminal se alteró y se atomizó la lucha entre las organizaciones delincuenciales, que cambió el entorno cotidiano en el estado. La construcción del Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec aceleró el control que tenía sobre todos los municipios una organización criminal que responde a los intereses del Cártel de Sinaloa. No había calculado el presidente Andrés Manuel López Obrador que eso pasara, pero sucedió y nunca tuvo una estrategia para impedirlo.
En junio del año pasado se ventiló aquí una de las consecuencias de ese abandono, mientras López Obrador decía que había tranquilidad y paz, lo que era una mentira flagrante. Ahí ya se libraba una guerra y su epicentro era Frontera Comalapa, colindante con Guatemala, que por años fue controlada por el Cártel de Sinaloa, donde la facción de Joaquín el Chapo Guzmán dominaba todo, en ambos países, pagando 50 mil dólares mensuales a generales guatemaltecos para que le dieran protección a los aviones que descargaban cocaína en las pistas clandestinas en Huehuetenango y el Quiché, para cruzarlas a México. Guzmán ya operaba en la frontera sur cuando Los Zetas empezaron a trasladarse hacia esa zona, diversificando su negocio criminal.
Los Zetas habían sido severamente golpeados en la parte del narcotráfico en el gobierno de Felipe Calderón, pero mantuvieron boyantes sus otros negocios ilícitos, construyendo bases de entrenamiento con el apoyo de exmilitares guatemaltecos que habían pertenecido a los kaibiles. Algunos de esos centros quedaron al descubierto al iniciar la obra del Tren Maya, y fue una de las razones por las que el presidente metió al Ejército en la construcción. El Cártel de Sinaloa, con el Chapo Guzmán, fue perdiendo poder, sobre todo cuando su operador, Gilberto Rivera Amarillas, el Tío Gil, fue detenido en 2016 en el aeropuerto de La Aurora, en Guatemala, cuando estaba por tomar un avión a la Ciudad de México, y extraditado un año después a Estados Unidos.
Su captura provocó un cambio en la correlación de fuerzas criminales en la frontera sur mexicana, que comenzó a aflorar con la captura del coronel guatemalteco Otto Fernando Godoy Cordón, que en abril de 2023 detalló en la Corte del Distrito Sur de California el mismo modus operandi que tenía el Chapo Guzmán, pero ahora con el Cártel Jalisco Nueva Generación. La irrupción de este grupo criminal en esa región en el último tercio del sexenio de Enrique Peña Nieto provocó una escalada de violencia por el control del territorio, que se vio poco después en Chiapas al enfrentar, primero, a Los Chapitos, hijos de Guzmán, y luego a Ramón Gilberto Rivera, hijo del Tío, que se alió con los guatemaltecos.
La participación de los guatemaltecos en la estructura de mando es reciente. Un informe de la Secretaría de la Defensa Nacional encontrado en los Guacamaya Leaks por El Sol de Sinaloa mostraba que hasta junio de 2022 cuatro células del Cártel de Sinaloa operaban en el estado. Lo que no mostraba era el choque con el Cártel Jalisco Nueva Generación, ni la forma como los viejos socios de los sinaloenses en Chiapas estaban tejiendo relaciones criminales con los narcos guatemaltecos, que están empezando a tomar un papel importante en la guerra chiapaneca.
Para entonces, la situación que se vivía en Chiapas era altamente volátil e incierta sobre lo que vendría después. López Obrador se fue y el gobernador Rutilio Escandón vive escondido. Chiapas no merecía líderes tan frívolos ni incompetentes, como lo fueron López Obrador y Escandón, que dejaron un tiradero.