Por más esfuerzos que hace el presidente Andrés Manuel López Obrador de quedar bien con el presidente Donald Trump, simplemente no puede. Por más miel que trata de rociar para mejorar su relación con él, la respuesta siempre es hostil y agresiva.
En los últimos días, el poderoso jefe de la Casa Blanca decidió romper acuerdos no escritos con el gobierno de México.
En junio de 2016 escogió a México como su principal enemigo al anunciar su candidatura presidencial, y la semana pasada se olvidó de China, Corea del Norte e Irán, para montar en México la plataforma de despegue de su reelección presidencial, que anunciará dentro de dos semanas.
Trump juega con habilidad la realidad alterna y la siembra de imágenes en el electorado estadounidense para crear el nuevo momentum. Primero habló de elevación de aranceles en represalia por no haber hecho lo suficiente para frenar la migración indocumentada a Estados Unidos a través del territorio mexicano, y luego mencionó que van 25 años de mucho hablar de los mexicanos y nada de acción.
Ese año marca el inicio del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, lo que explica el porqué en uno de sus últimos tuits, afirma que si no hace México lo que quiere, empresas y trabajos regresarán a Estados Unidos. Migración y comercio vinculados fuertemente con el “America First”, su lema de campaña y eje de su política, injertados una vez más en el imaginario colectivo estadounidense.
En México, el presidente Andrés Manuel López Obrador no ha terminado de entender a Trump para responderle o ignorarlo, pese a que son iguales, al manejar ambos, con regularidad y desparpajo, la realidad alterna para construir consensos de gobierno.
Sus respuestas han sido contradictorias y sin estrategia, pese a que tendría argumentos para explicar que lo dicho por el estadounidense es mentira, y que los compromisos entre los dos países no se han incumplido, como lo asegura.
Las cosas realmente no han cambiado desde que llegaron a un acuerdo el 17 de marzo, como publicó esta columna, cuando la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, tuvo una reunión de emergencia con la entonces secretaria de Seguridad Interior, Kirjsten Nielsen –solicitada por ésta–, en el aeropuerto de Miami.
Las diferencias habían comenzado casi desde que inició el gobierno de López Obrador, cuando se integró un grupo de trabajo para revisar el tema migratorio, encabezado por el coordinador de asesores de Sánchez Cordero, Jorge Alcocer, y el subsecretario de Estrategia, Política y Planeación del Departamento de Seguridad Interior, James McCament.
La primera reunión se llevó a cabo el 19 de enero, donde McCament planteó que México debía recibir a todos los indocumentados deportados en las garitas, porque la política migratoria de puertas abiertas y visas, puesta en práctica por la nueva administración, había generado un incremento significativo en la migración centroamericana.
México rechazó la propuesta, y llegaron al acuerdo que recibiría diariamente un máximo de 20 deportados con visas mexicanas, pero únicamente en Tijuana.
La solución no fue bien recibida en Washington, y se buscó un encuentro de Sánchez Cordero con Nielsen, que se dio el 28 de febrero. Nielsen le dijo que la migración se encontraba descontrolada y que para marzo estimaban tener más de 100 mil deportaciones.
Si no hacían nada, advirtió, Trump cerraría la frontera. Los dos gobiernos reconocen lo atípico de la migración, al haberse registrado en el primer trimestre 300 mil detenciones en territorio estadounidense, que fue casi 100 por ciento superior a las capturas en todo 2017.
Las secretarias acordaron que México ampliaría la recepción de migrantes: 20 diarios serían recibidos además, en Mexicali y Ciudad Juárez. Sánchez Cordero ofreció que si se cumplía la cuota establecida, se irían incrementando de 10 en 10, hasta alcanzar un total de nueve mil deportados con visas humanitarias mexicanas por mes.
López Obrador aceptó los términos del acuerdo, que incluía que se incrementaran las deportaciones en la frontera sur mexicana, y parecía que Trump también lo haría.
Nueve mil personas por mes, o 108 mil por año, era una cifra sin precedente que otorgaba el gobierno mexicano, incorporadas a la Ley 235, como se maneja técnica y legalmente lo que coloquialmente se conoce como “tercer país seguro”.
El arranque en México con deportaciones fue impresionante, 13 mil en las tres primeras semanas; en mayo fueron 15 mil 654. En total, durante el primer cuatrimestre se triplicó el número de deportaciones con respecto a 2018.
En Estados Unidos, Trump no aguantó más la frustración y despidió a Nielsen. Hasta ahora, no han cumplido los estadounidenses con la cuota aceptada en Miami.
Paralelamente, el presidente López Obrador mantuvo la promesa hecha a Jared Kushner, yerno de Trump y el responsable de la relación con México, durante la cena que tuvieron en la Ciudad de México, de que contendrían la migración centroamericana. Si los acuerdos fueron cumplidos, entonces ¿qué es lo que sucedió con Trump?
Funcionarios mexicanos insisten en colocar el diferendo en el marco político-electoral, pero quizás no están leyendo correctamente ni a Trump ni al gobierno de Estados Unidos. López Obrador respondió al amago comercial con una respuesta política-política, pero todos han soslayado analizar por qué el presidente estadounidense se volvió a referir el sábado al tema del narcotráfico y los cárteles de la droga. Ahí está la clave.
Para Trump, el problema de la migración es un tema de seguridad, y los aranceles son una presión comercial para alcanzar un entendimiento en la materia. ¿Qué es lo que no están entendiendo el Presidente mexicano y sus asesores? El fondo del enojo, que se abordará en la próxima columna.