Una de las lozas mentales que arrastra el debate público es la creencia consistente en que las certezas de cada persona deberían ser tomadas como verdades absolutas. De esa forma, llevamos décadas desacreditando a analistas con quienes podríamos disentir, sacando argumentos tan simples como que reciben “chayote”, o escriben por consigna.
Bajo la premisa anterior, no deberíamos sorprendernos porque el presidente haya gobernado con altos niveles de popularidad, tan solo usando la fuerza de su discurso moral contra una oposición “moralmente derrotada”. También es indiscutible que esa oposición no solamente se ha esforzado en ponerse los sacos que le ha puesto López Obrador un día sí y el otro también, afianzando la retórica oficial.
En este entorno alérgico a la controversia, algo tan normal como el espíritu crítico es disruptivo, especialmente cuando se hace autocrítica desde una perspectiva afín al oficialismo, como vimos hace unos días cuando los analistas Hernán Gómez Bruera y Carlos Pérez Ricart criticaron la reforma al poder judicial. En el análisis político no sirven elocubraciones sobre las motivaciones que ambos hayan tenido, y nadie debería caer en esa trampa si no desea incurrir en falacias. Lo que debería corresponder es evaluar cada crítica según su solidez.
Por mi parte, me da un gusto enorme saber que, por fin, comienza a haber autocrítica desde una postura política. Incluso espero que se generalice, si deseamos revitalizar nuestra vida democrática. Es más, si la oposición hubiera seguido esa ruta en 2019, no estaría al borde de la extinción, hablándole solamente a un público cada vez más reducido y sectario. Pero ya ven: tal y como hacen los “chairos” que dicen odiar, se han dedicado a colgar de calificativos como “coreano del centro”, “facilitador”, “tibio”, “normalizador” y cuanto término petulante se les llegue a ocurrir contra quienes no comparten su radicalismo. Lo que les choca debería checarles, parafraseando el dicho.
¿Existe la verdad absoluta en política? No, y creer eso nos llevaría irremediablemente al totalitarismo y la eliminación de todo disenso. ¿Se vale argumentar desde una postura ideológica o partidista”? Definitivamente: eso puede brindar estructura, y ayuda a definir los términos de las polémicas y negociaciones si se mantiene el espíritu crítico.
Sin embargo, es preciso reconocer que hay dos perfiles de militantes, independientemente de su filiación política, que hay que evadir.
El primero: quienes saben que dicen barbaridades, o mienten deliberadamente, sea por conveniencia o porque creen que hay un bien mayor. De esta forma, el cinismo acaba con la posibilidad de discutir y establecer una polémica. El segundo: quienes han perdido la capacidad de criticar sus referentes y por ello se han convertido en creyentes, como sucede en una religión.
¿Se pueden separar estos dos perfiles? Sí, pero identificar sus puntos de incongruencia requiere tiempo, y se puede utilizar mejor en cosas mucho más útiles, como aprender a argumentar, o formar capacidades críticas a través del contraste.
Quien crea que el análisis político debe reforzar las creencias propias, haría mejor metiéndose a un culto religioso. Quien crea que es una lucha entre personas buenas y malas, haría mejor si leyese novelas del corazón. La ciudadanía se ejerce en la duda, la crítica y el cuestionamiento – empezando por lo que a cada quien le gustaría creer.