Andrés Manuel López Obrador cierra el sexenio sin echar la aldaba.
El Ejecutivo deja a las puertas de Palacio –casi en manos de Claudia Sheinbaum– una serie de acciones de efecto retardado, cuya consecuencia es incierta. Por lo pronto, esas operaciones impiden hacer el balance final de la gestión saliente, complican la posibilidad de la entrante y tienden un velo de incertidumbre sobre el porvenir, cuando ya se había conseguido fijar un horizonte nacional.
En el frenesí y el gozo de asegurar el supuesto cambio de régimen o, si se quiere, el primer piso de la llamada Cuarta Transformación, el mandatario cayó al final en la tentación de aflojar la disciplina financiera, meter cuñas políticas y forzar reformas legislativas que, a la postre, pueden resultar contrarias a su intención. Las dos reformas constitucionales más peligrosas, ya concretadas: la elección de los impartidores de justicia y adscripción de la Guardia Nacional a la Defensa.
No echar la aldaba al sexenio no anula, extiende la responsabilidad de López Obrador y arriesga sus aciertos. Pero, sobra decirlo, el tabasqueño es muy dado a doblar las apuestas políticas.
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Más allá de la lógica nostalgia que suscita entre sus simpatizantes la partida del líder que encarnó su representación, habló su lenguaje, tendió un puente con ellos, arrasó a la oposición y la resistencia, y neutralizó a la crítica, la prisa, el desprecio por la estrategia y la falta de cálculo siempre atentaron contra muchas de las acciones de gobierno. Factores estos últimos que arrojan una gestión difícil de evaluar en el plano inmediato, plagada de luces y sombras con un inmenso hoyo negro.
Al margen de estar o no de acuerdo con la pertinencia y solidez de esas acciones, así como de su resultado ulterior e, incluso, con el tono rijoso, fatuo, provocador y épico del discurso, es innegable que el presidente saliente sacudió al régimen como, menuda paradoja, lo hizo Carlos Salinas de Gortari. Ante su némesis y en contraste, López Obrador reposicionó al Estado frente al mercado, al trabajo frente al capital, a la política popular frente a la política cupular, al gobierno frente a la prensa tradicional y la intelectualidad acomodada, al fisco frente a los grandes contribuyentes, a la política social con atención y dividendos frente a política social por goteo…
En esos rubros están los aciertos de la gestión presidencial. La política salarial, laboral y sindical supo conjugar los postulados del proyecto con los compromisos adquiridos en el tratado con Estados Unidos y Canadá, consiguiendo con ello reducir la pobreza, aunque no la extrema. En la política fiscal, el cobro de impuestos a grandes contribuyentes aumentó la recaudación y dio un respiro a las finanzas públicas que, en breve y a causa de su apretura, exigirán una revisión. La política social consideró a quienes se marginó o abandonó, pero ahora, llevadas a la Constitución las pensiones, becas y ayudas, demanda que el Estado las entregue y no el gobierno a fin de no convertir o pervertir un derecho en una política clientelar con rédito electoral.
En esas políticas hay más luces que sombras, como también en algunas de las obras públicas realizadas sobre todo en el ámbito de las comunicaciones ferroviarias, carreteras, aéreas y marítimas.
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Las sombras de la gestión se concentran en otras áreas.
El tono de la política de salud, por lo pronto es gris tornasolado. Tras el titubeo y los errores en varios rubros, esa política apuesta ahora a la centralización y universalización. En materia educativa, la nueva escuela mexicana quedó en una idea hueca, centrando la atención en los maestros no en los escolares o en la ideología no en la ciencia. La diplomacia con Estados Unidos fue la del pragmatismo; con Hispanoamérica tomó por guía el espejo retrovisor y por herramienta la inconsistencia, el arrebato o la contradicción; con Rusia una noción perdida; y con el resto hizo práctica el desdén o la ignorancia, restando peso y seriedad al país en el concierto o desconcierto mundial. En el combate a la corrupción se echó mano de un discurso y un pañuelo blanco. Y, desde luego, en la política-política se incurrió en un absurdo: renunciar a ella, privilegiando la fuerza sobre la inteligencia.
En esos campos el sacudimiento del régimen perdió el sentido y derivó en zangoloteo. Se confrontó la democracia deformada con la defectuosa; el radicalismo a base de tropiezos con el gradualismo a paso lento; el dictado con el argumento; la política de leales con la política de cuates, la doctrina diplomática con el dogma…
El hoyo negro de la gestión presidencial es el de la política de seguridad. Fue y es un fracaso resonante, donde pese al dicho presidencial, el zigzagueo fue la norma. Se recreó la Secretaría de Seguridad como monumento al cascarón vacío y convirtió el lema de “abrazos, no balazos” en una política de brazos caídos con actitudes de indolencia ante quienes han visto morir o desaparecer a un ser querido. Una política a la cual, de último minuto, se le hizo un doble y peligroso agregado: militarizar en vez de civilizar la seguridad pública y elegir indirectamente en vez de seleccionar con rigor y esmero a los impartidores de justicia, abriendo una puerta muy difícil de cerrar. Elevar a rango constitucional esas acciones son, como dicho, acciones de efecto retardado con consecuencias imprevisibles no sólo en el ámbito donde inciden, sino también en otros campos, incluso, donde la gestión presidencial anotó aciertos.
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Al final, el presidente Andrés Manuel López Obrador cayó en tentaciones cuyo impacto trasciende su mandato. Cerró el sexenio sin echar la aldaba y ello no lo exime de responsabilidad, aunque haga efectivo el retiro