El juicio contra García Luna que tanto ha utilizado Palacio podría volvérsele en contra al Presidente, pues en EU dirán que nada ha cambiado
El gobierno de Andrés Manuel López Obrador padece en carne propia la condena sexenal de ver cómo la relación con el poderoso vecino del norte se pudre por el narcotráfico.
Desde Miguel de la Madrid, todo gobierno de México encalla con las ambiciones injerencistas de Washington y su triple moral sobre la narcoviolencia y, por supuesto, la debilidad de la justicia mexicana.
De la Madrid nunca se recuperaría del asesinato de Enrique Camarena Salazar, agente de la DEA, en 1985.
Ser presidente de un país donde los narcos se mataban en discotecas, asesinaban a un cardenal, viajaban a la capital a confesarse con el nuncio Prigione y penetraban los aparatos de seguridad al punto de obligar su cierre no ayudaron a Carlos Salinas a negociar el TLC.
Ernesto Zedillo arrestó a su zar antidrogas, el general Jesús Gutiérrez Rebollo, uno de los interlocutores con las agencias estadounidenses; por esa detención estuvo en riesgo la polémica certificación de Estados Unidos a México en materia de lucha contra los narcóticos.
A Vicente Fox se le escapó Joaquín Guzmán Loera, el Chapo, y la descomposición por el narcotráfico obligó a uno de los primeros operativos gubernamentales, precisamente en la frontera, en Tamaulipas, al tiempo que estalló el tráfico de armas.
Con Felipe Calderón los términos que demandó Estados Unidos en la Iniciativa Mérida generaron críticas por ese injerencismo, y por ser vista como una versión reforzada del Plan Colombia. Y se permitió el descerebrado plan Rápido y Furioso, con el que Estados Unidos introdujo cientos de armas con las que incluso murió un agente estadounidense.
Enrique Peña Nieto escuchó al entonces candidato Trump anunciar el muro en la frontera para “detener” narcotraficantes mexicanos. La errática política peñista incluyó invitar a México al estadounidense que más ha injuriado a los mexicanos en años recientes, y al mismo tiempo extraditar a capos como Guzmán Loera, al que recapturó dos veces.
Desde hace semanas Andrés Manuel López Obrador sostiene un duro choque con distintos políticos de Estados Unidos. No sólo hay republicanos cuestionando la estrategia de seguridad de México, sino también del Partido Demócrata, como el influyente senador Bob Menendez, y al propio Departamento de Estado del presidente Biden.
El juicio contra García Luna que tanto ha utilizado Palacio Nacional podría volvérsele en contra al Presidente, pues en Estados Unidos dirán que nada ha cambiado, que las instituciones de procuración de justicia o están penetradas o no funcionan, y como prueba tendrán el caso del general Salvador Cienfuegos o la masacre de esta semana o la otra.
Decenas de miles de muertos al año por fentanilo en suelo estadounidense constituyen una tragedia de diferentes causas y nada sencilla solución.
El gobierno de AMLO ha alineado a sus enemigos en Estados Unidos (lo último al respecto es cuando reiteradamente toma partido, como la semana pasada, a favor de Donald Trump).
Para Estados Unidos culpar a México es más fácil que reconocer que crearon la crisis del fentanilo in house con fármacos legales y que tardaron mucho en reaccionar.
Mas la debilidad del aparato de justicia mexicana, y la inocultable violencia (que a menudo alcanza a ciudadanos estadounidenses) de nuestros poderosos cárteles serán el pretexto ideal para que este gobierno, como varios del pasado, resienta la presión de un país que, sí, tiene triple moral sobre las drogas: no habla suficiente de sus narcotraficantes, que no ve la criminal laxitud de sus mercados de armas, y que sigue aferrado al prohibicionismo antes que explorar otras posibles soluciones.
Pero decirles hipócritas no servirá de mucho si acá el narco y sus balazos son la regla.