Los compromisos y pendientes –acciones de efecto retardado– legados a la presidenta Claudia Sheinbaum están sometiéndola a un desgaste prematuro y complicando la posibilidad de su gobierno.
La atropellada reglamentación e implementación de la reforma del Poder Judicial, así como el bárbaro estallido de la violencia criminal sobre todo en Sinaloa, Chiapas, Guerrero y Guanajuato restan espacio y presencia a los proyectos, los planes y la agenda propia de la mandataria. Peor aún, esos factores generan incertidumbre y ponen al descubierto un desalineamiento y descoordinación entre los distintos polos de poder Morena.
Ciertamente, en estos días, la presidenta de la República ha mostrado un carácter mucho más claro y firme, un discurso más preciso y un tono menos rijoso que el de su antecesor. Pero se ve entrampada mientras el tiempo corre y, sobra decirlo, el inicio de un sexenio –por naturaleza, siempre difícil– es clave para fijar la ruta, el destino y la perspectiva de un gobierno.
Al margen de las zancadillas, los tropiezos, la precipitación y el desconcierto poco ayudan al asentamiento y el ejercicio del Poder Ejecutivo, sobre todo, al arranque de este.
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En cuanto al momento, el modo y el ritmo de la reglamentación e implementación de la reforma del Poder Judicial, hay varias cuestiones que llaman la atención.
Más allá de las zancadillas puestas a ese proyecto, así como de la viva y lógica reacción de los juzgadores y empleados del Poder Judicial que, por cierto, nunca se interesaron por entablar comunicación con la gente ni tender puentes hacia ella, asombra la falta de operación política y sintonía entre el gobierno y los coordinadores parlamentarios de Morena.
No se advierte una actuación concertada y armónica entre el Ejecutivo y el Legislativo (la mayoría parlamentaria de Morena y sus aliados) y, tal hecho, ha dado lugar a tropiezos que socavan a una reforma que, de origen, no ha acreditado su sentido y valor si, en verdad, es el manifiesto. Así, no han sido pocas las antinomias, inconsistencias, contradicciones y abusos producto de la precipitación, la pésima calidad legislativa o, qué pena plantearlo, la malicia con que actúan los coordinadores de las fracciones parlamentarias del movimiento.
Como añadido, igual entre los mandos de senadores y diputados de Morena y sus aliados se han registrado excesos, jaloneos y litigios en relación con las facultades de órganos y comités que el Congreso debe armar para instrumentar la reforma y, desde luego, con el reparto de posiciones en tales instancias. Sin oposición hay supremacía y soberbia mayoritaria.
¿Tales errores, gazapos o descuidos son sólo eso o a qué responden? ¿Los coordinadores parlamentarios que, a fin de cuentas, ocupan esa posición por la recompensa prevista a los precandidatos presidenciales de Morena derrotados, están calando a su compañera, la jefa del Ejecutivo? ¿O las y los operadores políticos de la presidenta de la República carecen de oficio y jerarquía para hacer sentir a quien representan?
En la respuesta a esas interrogantes se cifra el margen de maniobra de la presidenta de la República. Sí, desde luego, hay una campaña contra la reforma del Poder Judicial, pero también errores o tropiezos propios que exigen establecer y hacer valer el mando político, fijar el alcance de lo pretendido y evitar un desgaste prematuro del poder.
Atender el legado recibido puede prolongarse, cuando menos, hasta después de la primera elección de juzgadores y eso es mucho tiempo. Seguir en la ruta de los sobresaltos y los tropiezos dificultará la acción del gobierno en otros campos.
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El otro legado disruptivo que alimenta la incertidumbre al inicio del sexenio deriva del estallido de la violencia criminal en varios lugares del país.
Hay claridad del motivo de esa explosión en Sinaloa y, ojalá, cuanto ocurre en otras regiones o plazas de la República no sea un derrame de la fractura del cártel de aquella entidad o de la ambición de otros grupos criminales por consolidar su fuerza, presencia, industria y dominio ante el debilitamiento de sus colegas de Sinaloa. Lo que sea, la violencia ha arreciado y, sin duda, tal circunstancia coloca en estado de emergencia a las Fuerzas Armadas y, por lo mismo –como lo ha señalado el especialista Eduardo Guerrero–, dificulta la posibilidad de echar andar la estrategia oficial prevista.
El accionar del crimen no es fácil de resolver, es una herencia maldita. Y, aun si se estuviera ya trabajando en la dirección señalada por la estrategia, tardará años alcanzar niveles mínimos de seguridad. Lo que sí es factible es exigir cuentas a más de un cuadro –gobernador, legislador o servidor público– sobre su postura y conducta ante ese cáncer social y, sobre la base de aquellas, actuar en consecuencia, sin margen de tolerancia ante la pusilanimidad o, quizá, la complicidad de algunos de ellos.
En el afán de acrecentar y consolidar su poder, así como bajo la idea de la purificación, Morena no reparó en incorporar elementos –dicho con suavidad– de dudosa reputación o, al menos, indolentes frente a la actuación del crimen organizado. Solapar, consecuentar o, incluso, encubrirlos someterá al gobierno y al movimiento a un rápido desgaste.
A diferencia del anterior, este gobierno no puede recargar en el pasado lo que hoy sucede porque el pasado ya le pertenece.
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La gestión de la presidenta Claudia Sheinbaum es desafiante por el efecto y la acción retardada del legado recibido. Justo por ello, es preciso evitar el desgaste prematuro en el ejercicio del poder que impacte la posibilidad del gobierno. Se está a tiempo de aplicar correctivos, ahí, donde hay mando y margen de maniobra. El sello no puede ser el de la incertidumbre.